lunes, 28 de diciembre de 2015

DEL AÑO VIEJO AL AÑO NUEVO


         Todo lo que termina o está  a punto de fenecer es viejo.  Todo lo que comienza es nuevo.  Lo nuevo, aunque no todas las veces, es juventud, vigor, renovación, fuerza, camino abierto hacia la esperanza, camino por donde el hombre aspira alcanzar, de acuerdo con su concepción filosófica, la plenitud existencial.

De manera que el hombre, aunque signifique uno menos de vida para él, se contenta en la fase transitoria cada vez que el calendario se renueva con la entrada de un nuevo año.
Porque su vida organizada en periodos calendarios, que cumple metas con esa periodicidad condicionada por su esfuerzo y el azar de la esperanza, aguarda lo predecible de lo impredecible.  Por ello se contenta y lo celebra convencionalmente dentro del marco de la cultura tradicional o no.  Al fin, el hombre es materia y, la materia es cambiante, permanece en constante movimiento.  De allí que los modos y formas culturales de celebrar el acontecimiento del año nuevo, cambien, sufran variaciones y hasta se suplanten en la práctica y quede sólo existiendo como valor del proceso cultural evolutivo por selección.
Y Guayana, como cualquier otra región, no puede escapar de esta realidad de los cambios y de las variaciones que se aprecian a medida que transcurren los años y se suceden generaciones.
         Antes, por ejemplo, cuando no había otro medio mejor, se anunciaba la transición del año en Ciudad Bolívar disparando justo a las doce de la noche un cañonazo desde lo alto del Cerro del Zamuro.  El disparo bañaba con su resonancia a toda la ciudad.  Se hacía con un cañón llamado “Burro Negro”.
         Burro Negro era un cañón grande montado sobre un par de ruedas radiadas del cual todo el pueblo tuvo pendiente en diciembre de cada año.  El que tal vez fue en un tiempo arma de muchas batallas, había quedado en tiempos de paz como pregón para anunciar con su estampido la llegada de un nuevo año.
         Los soldados del Batallón Rivas acuartelados en el Capitolio como antes se llamaba la hermosa Casa de la Plaza Miranda que estuvo luego ocupada por la Prefectura y Comandancia de Policía, cuidaban y custodiaban a Burro Negro y cada noche del 31 de diciembre lo rodaban hasta El Zamuro, lo atascaban con pólvora y arcilla y a la media noche retumbaba Burro Negro con toda la fuerza y poderío de su carga haciendo más sonora y emotiva la llegada del Año.
         Después llegó el tiempo en que Burro Negro no pudo más y en la medianoche de un 31 de diciembre se desintegró en su propia y última onda de salitre, carbón, barro y azufre, sepultando así unos cuantos años de tradición.  Presintió tal vez e advenimiento de otra forma más moderna – la Radio – de anunciar la transición del año viejo al año nuevo.
         El porqué se escogió un arma de guerra para anunciar la venida del Año Nuevo cuando más profundo y sincero es el anhelo de paz y amor, no lo sabemos.  Acaso venía como reminiscencia de las salvas para los grandes acontecimientos que se producían en Angostura cuando era sede de los Poderes Supremos de la República.
         Pero lo cierto es que con “Burro Negro”, al acabarse como suelen acabarse o transformarse todas las cosas del mundo terrenal, el anuncio del Año Nuevo quedó circunscrito a las doce campanadas del reloj de la Catedral reforzadas con los pitos, sirenas y guaruras de los barcos anclados o surtos en el río.  Luego la tecnología moderna ha colocado receptores de radio y televisión en  los hogares y ahora, en vez de cañonazos, campanadas o sirenas, nos emocionamos al filo de la media noche con las notas del Himno Nacional anunciando que un Nuevo Año llega cargado con todas las promesas y esperanzas de la humanidad.
         Costumbre guayanesa casi extinguida era la de comerse las llamadas “Uvas del Tiempo” al compás de cada una de las doce campanadas que anunciaban la transición del año.  En torno a la gran mesa de la cena, cada miembro de la familia, de pie, iba calladamente experimentando un deseo por cada uva consumida.  En esa docena de deseos podía estar la felicidad según la posición de cada quien ante el mundo místico o real.  Era un rito poético heredado de la Madre Patria que el vate cumanés Andrés Eloy Blanco recoge en poema escrito en la propia España y que también suelen trasmitir las emisoras a la media noche:  “aquí es de tradición en esta noche / cuando el reloj anuncia que el año nuevo llega / todos los hombres coman al compás de las horas / las doce uvas de la noche vieja”.
         La costumbre guayanesa consistía en pelar las uvas y meterlas en una copa de champagne, una hora antes de la media noche.  Luego venía la ceremonia ritualistica de la consumición y el brindis.
         Cuando la ciudad se reducía al casco urbano y prácticamente no existía el ruido de los automotores y de los artefactos eléctricos, era posible oír las doce campanadas de la Torre de la Catedral.  Después de los años cuarenta esto se fue haciendo imposible y la gente se adaptó definitivamente a los medios radioeléctricos.  A veces la radio transmitía las campanadas y luego resultó más cómodo anunciar el año nuevo con el himno patrio.
         Los bolivarenses comenzaron a oír el Himno Nacional anunciando la entrada del Año Nuevo en diciembre de 1936, año en que el malogrado Enrique Torres Valencia fundó la emisora “Ecos del Orinoco” en el Paseo 5 de Julio y al año siguiente por Radio Bolívar que fundaron José Francisco Miranda y Pedro Elías Behrens hijo.
         Al romper el Gloria al bravo pueblo, la gente al unísono se abrazaba como continúa haciéndolo dándose palmadas una con otra en la espalda.  Palmadas tímidas unos, palmadas efusivas otros y palmadas demasiados fuertes los más extrovertidos, tan fuertes que como alguna vez dijo Francisco Pimentel, el célebre Job Pim, te destrozaban el talle o te medio descuartizaban y te invalidaban un brazo o una pierna.  Después de esto continuaba el brindis, el baile y los confites en medio de una explosión de alegría que tenía como puntos neurálgicos la Catedral, la Plaza, el hogar y  los clubes con sus llamados “bailes de salón”.
         Antes de la década de los años cuarenta no había tantas salas de baile como ahora “Bailes de salón”, le decía la gente y en año nuevo destacaba el del Club de Comercio entre las calles Orinoco y Constitución.  Allí era el gran baile de la “sociedad” en ocasiones importantes como la de Pascuas y Año Nuevo.
         Nos cuenta la gente que vivió ese tiempo que músicos como el viejo Requesen, Víctor Zenón Ortíz, Manuel Antonio Díaz Afanador y muchos otros, tocaban en esos bailes selectos a donde iba la crema y nata de la sociedad angostureña.  Los bolivarenses como los caraqueños estaban al día con la moda europea.  Vestían frac, smoking o trajes de paltó azul marino combinado con pantalón crema de lanilla con rayitas;  sombrero de pajilla y corbata “chateclé”, mientras las damas exhibían sus romantones y zapatillas de la época de Luis XV.  Entonces se bailaba el vals, el pasodoble, la polka y el fox – trot.  En las mesas se servía jamón Ferry, turrón Alicante, almendras y se brindaba con licores importados de las mejores bodegas europeas.
A otros niveles, en la periferia, las fiestas eran más sencillas.  La gente prefería el primero de enero para divertirse con las comparsas que recorrían la ciudad, entre ellas, la burriquita, el sapo, el pájaro piapoco y el sebucán con el maestro Alejandro Vargas y Nicanor Santamaría a la cabeza acompañando a Rafaela Martínez, Chicí Arias, Emenegilda Flores, las hermanas María, Matilde y Julia Farfán, los hermanos Pantoja, los Tabare y la Negra Pura.
         Estaban de moda las vitrolas ortofónicas que el comerciante Pedro Montes alquilaba tal como Edelmiro Lizardi lo estuvo haciendo después con aparatos de sonido y rockolas.  Con estos artefactos las familias podían poner su fiesta.  A la vitrola – RCA Víctor – había que darle cuerda con una manigueta y cambiarle la aguja de acero cada vez que tocaba dos o tres discos.  Pololo, un empleado de la gobernación, se había hecho popular con una portátil que podía sacar fuera de su casa para sentarse en una esquina a darle serenata a su novia, una Valladares que vivía cerca de la bodega de Blas Caruso y vestía de amarillo el primero de enero en la creencia de que ello le depararía un año con suerte.
         Las comparsas era una tradición de Año Nuevo.  El primero de enero recorrían las calles de la ciudad y gran promotor de ellas fue el Negro Alejandro Vargas con su inseparable guitarra.
         Hoy cuando muchas de estas costumbres y tradiciones han variado o desaparecido, nos encontramos ante la proximidad de un nuevo año y estamos como quien dice dispuestos y preparados para cumplir de alguna manera con el ritual de la celebración.  No necesitamos disfraces para llorar el año viejo que se va como es costumbre en las comparsas del Oriente.  Estaremos, caras  frescas y bien despiertas, durante las doce campanadas, saboreando las uvas del tiempo que nadan en el líquido transparente u oscuro que parece darnos más vida de la que ordinariamente manifestamos.  Estaremos, en fin, solidarios como el Sumo Papa proclamando paz y felicidad para todo el mundo.  Estaremos con nuevo Sol despuntando siempre por el Oriente y cabalgando sobre el lomo de la Tierra en otro periplo traslaticio, bajo su luz que nos alumbra para que la eternidad sea cada vez más clara a los ojos de la ciencia.


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