miércoles, 10 de febrero de 2016

EL HISTÓRICO CEMENTERIO DE CIUDAD BOLÍVAR

         Julio Garmendia, el primer novelista venezolano que escribió cuentos fantásticos, llegó en su narrativa a imprimirle tal vitalidad a los cementerios que los muertos podían levantar sus lápidas y protestar por el abandono y el tráfago inclemente de la ciudad en desarrollo que perturbaba la eternidad de su sueño. Y es que los cementerios, aunque abarquen tanta muerte, son cuerpos vivientes, necrópolis al fin donde habita otra forma de vida, la más cautiva tal vez, pero también la más real e inevitable.
         La muerte para los egipcios, la civilización más antigua, era una segunda vida que los llevaba para mayor prevención a proteger el cuerpo de los muertos bajo incorruptibles embalsamamientos o bajo sólidos y pétreos monumentos como las pirámides de los faraones.
         Las civilizaciones más recientes, siguiendo un tanto esa creencia que históricamente traducen esas pirámides como sus antecesores los megalitos, concibieron los clásicos cementerios donde también hay espacio para que el arte funerario se recree en los misterios de la vida y de la muerte.
         Podríamos entonces decir que uno de esos clásicos cementerios es el de Ciudad Bolívar, construido sobre una loma colindante con el río  cuando todavía el Libertador cabalgaba por el Sur tratando de asegurar la independencia de América.
         No sólo en el antiguo Egipto como en otras ciudades las clases sociales se podían distinguir por lo sólido y monumental de sus tumbas sino también en Venezuela esto era posible, sobremanera durante el período colonial en que los cuerpos yacentes de los blancos eran sepultados en los templos y los otros en cualquier sitio fuera de la ciudad. Así es posible ver en el piso de templos antiguos lápidas de mármol con letras bajo relieve identificando al fallecido como el lugar y fecha del suceso infausto y una que otra reflexión escatológica.
         El templo activo más antiguo de Guayana es la Catedral de Ciudad Bolívar, y no obstante la tradición colonial y al hecho de no existir un cementerio oficial en forma, en ella no se inhumaron restos que no fueran de Prelados como fue el caso de Monseñor García Mohedano, segundo Obispo de Guayana, Monseñor Antonio María Durán, Monseñor Miguel Antonio Mejía, Monseñor Crisanto Mata Cova, Ventura Cabello (nunca se supo si al fin sus restos fueron trasladados de la Isla Guacamaya) y hasta el corazón de Monseñor Bernal mora allí en un nicho, aunque más reciente.
         Según el cronista más denso y coherente que tuvo la ciudad en el presente siglo, el carupanero Bartolomé Tavera Acosta, el Cementerio de Angostura, ya en poder de los republicanos, empezó a construirse en 1824. La provincia de Guyana dependía del poder central de Santa Fe de Bogotá y era gobernada por el consumado bolivariano José Manuel Olivares, quien hasta 1828 debió enfrentar levantamientos reflejos de los movimientos separatistas de la Gran Colombia.
         Si Tavera Acosta, historiador bien documentado afirma en sus “Anales de Guayana” que el Cementerio de Angostura comenzó a construirse en 1824, ¿Dónde entonces los angostureños enterraban a sus muertos?
         En tiempos de la Colonia, la población angostureña era relativamente escasa, no llegaba a los 8 mil habitantes y el índice de mortalidad era muy bajo salvo cuando ocasionalmente se presentaban epidemias.
         Al hablar sobre el fusilamiento del héroe de Chirica, Tavera Acosta escribe: “El cadáver de Piar fue sepultado en un sitio denominado El Cardonal, que en ese tiempo servía de cementerio a los menesterosos. En ese mismo lugar se enterraron al año siguiente (1818) a los variolosos, y más tarde, en 1855-56 a las víctimas del cólera morbos”.
         Los celadores del Cementerio se han ido trasmitiendo de boca a boca el sitio donde enterraron a las víctimas del cólera y lo ubica en un área que abarca el Cementerio de Angostura.
         El Cementerio ha sido ampliado y remodelado cuatro veces. En 1848-62 por varias administraciones; en 1923 bajo la gestión de Pérez Soto; en 1952 bajo el Gobierno de Barceló Vidal y en 1959 el Presidente Municipal Luis Felipe Pérez Flores ordenó la construcción de unos nichos para ampliar la capacidad en forma vertical toda vez que ya no había más terreno para continuar ensanchándolo.
         Las continuas ampliaciones terminaron por abarcar en una sola unidad el sitio de El Cardonal donde enterraban a los menesterosos y muertos por el cólera. Este sitio, según el Celador Pedro Rebolledo y los sepultureros Agustín Fajardo, Santo Tomás Pérez y Rafael Sotillo quedó bajo la estructura de concreto armado para los nichos de la parte noreste. Precisamente esta edificación jamás se utilizó porque sus bases cedieron debido a las fosas centenarias que allí había y que virtualmente no se percibían.
         Según Tavera Acosta, el Cementerio comenzó a construirse en 1824, pero existen allí tumbas como la del prócer de la Independencia Manuel Palacio Fajardo que data en 1819. Entonces es deducible que es ese el mismo lugar donde se inhumaban los cadáveres en tiempos anteriores que abarcarían los de la Colonia.
          Las cuatro ampliaciones sucesivas a partir de 1824 nos hacen pensar en lo pequeño que fue el Cementerio durante los primeros decenios de la Ciudad. Tal vez el mismo tamaño del Cementerio Protestante anexado en 1848, es decir, 100 por 50 varas equivalente a unos 330 metrosd cuadrados. Actualmente todo el Cementerio abarca con su forma poligonal unos 80 mil metros cuadrados con un promedio de 20 mil tumbas aproximadamente. Y aún se cree que el Cementerio primigenio era aún más reducido toda vez que para evitar la asimetría con el anexo de los protestantes el Gobernador Pedro Muguera decidió ampliarlo.
         Mientras el Cementerio angostureño no se municipalizó dentro de un perímetro amurallado y una Capilla erigida a la Santísima Trinidad, no hubo problemas en cuanto a si el cadáver de un anglicano, un calvinista o luterano podía enterrarse cerca del católico.
         El prejuicio religioso de la época llevó a muchos católicos a temer por un purgatorio más prolongado a causa de la contaminación por trato, amistad o cercanía con algún seguidor de religión distinta. De manera que siendo este pueblo católico, apostólico y romano por herencia, sentimientos y norma constitucional, difícil resultaba tolerar en la Iglesia o el Cementerio a quien no lo fuera.
         Delimitada oficialmente el área del Cementerio Católico, jamás pudo servirse de él quien no profesara la misma religión. La Iglesia no lo permitía. De modo que los cadáveres de los protestantes eran enterrados fuera de esos muros amalgamados con piedra y barro. Por tan inhumana discriminación, el 8 de septiembre de 1840 los señores Augusto Federico Hamilton, Carlos H. Mathison, Juan Bautista Dalla Costa, Hermann Monch; Adolfo Wuppermann, Alejandro Barman, Teodoro Monch, Guillermo Hood, Enrique Banch, Herman Watjen y Ernesto Krogh se reunieron en la casa del primero de los nombrados, para tratar tan serio asunto.
         La idea era construir un nuevo Cementerio a base de contribuciones para inhumar los restos de los no católicos, en su mayoría británicos, irlandeses, alemanes, lo cual se materializó ocho años después (1848) con una colecta total de 1.235 pesos y un terreno de 100 por 50 varas donado por el Concejo Municipal de Heres, contiguo al Cementerio Católico.
         El Cementerio actual tiene más de 180 años, pero pudiéramos decir que tiene la misma edad de la ciudad porque antes que se oficializara con muros, rejas y capilla, en el mismo sitio la errática capital de la provincia comenzó a enterrar sus muertos. Pero desde los años setenta se acabaron los espacios en su interior para nuevas tumbas aunque muchas son reutilizadas luego que el tiempo biológico queda reducido a polvo “Post mortem nihil est”  y aún cuando no haya un espacio más, el Cementerio seguirá vivo en el amor de quienes por cualquier vía descienden o dependen de los muertos; seguirá vivo en el responso y las flores del 2 de noviembre o del aniversario individual de quienes allí reposan; seguirá vivo como reliquia arquitectónica pues en toda su estructura es detectable el material y la técnica de construcción predominantes en el curso de dos siglos, desde la piedra bruta y el barro pasando por el ladrillo hasta el bloque, la mampostería y el mármol. En fin, seguirá vivo en sus bien labradas piezas tumularias, en su estatuaria de cruces, cristos, vírgenes, ángeles, serafines y los más variados símbolos de la ultimidad, en sus mármoles blancos de Carrara, en sus mármoles negros de Bélgica y en sus mármoles amarillo de Siena y hasta en el jaspe y el cuarzo de nuestras canteras.
         El neoclasicismo algunas veces añorando el rococo hasta  el arte moderno están representado allí en muchos monumentos, sepulcros y panteones familiares, sólo que muy maltratados por el abandono, el monte y las raíces de árboles y arbustos que germinaron y crecieron allí espontáneamente. El tronco de un frondoso Matapalo prácticamente quedó incrustado en la tumba alta de Rudolf Ferdinan Groos fallecido en 1868 y así se puede decir de otras oprimidas por los tentáculos de un acacia o un guayacán.
         Hay monumentos valiosos del siglo pasado que deberían ser preservados como el de los Dalton en forma piramidal levantado en 1883; el de María de Von Buren en 1863; el de Alejandro Mantilla Olivares (1888); el de Luisa Josefa de Alcalá de Aristeguieta (1856); el de Geni Pérez (1863); Isabel Ballenilla (1850); el de José Lezama; el de Clemencia Romberg (1882). Hay otros no identificados porque hasta las lápidas han desaparecido. Recordamos que la lápida de la que fue tumba de Tomás de Heres fue grabada por el reverso y utilizada en otra tumba. Luego fue rescatada y hoy está en depósito en el Museo de Ciudad Bolívar.
         Los Cementerios son cuerpos vivos dentro de la dinámica social, mucho más cuando como en el caso del Cementerio principal de Ciudad Bolívar reúne tantos valores históricos como artísticos, pero si no se cuidan y se someten a una ordenanza estricta de protección, conservación y vigilancia terminará hundiéndose en su propia muerte. En este Cementerio no hay vigilancia nocturna, no hay un orden administrativo establecido, no hay archivo, no hay guías, carece de una nomenclatura, de sendas, de veredas, de censo y de una información cabal de valor histórico y turístico así como un servicio permanente de limpieza, ornamento y jardinería. Hace poco presuntos drogadictos escalaron los muros y a mandarriazos destruyeron decenas de tumbas costosas. Esto es doloroso porque ese Cementerio es un Monumento Público Regional.
         El Cementerio principal de la ciudad, en consideración a siu antigüedad y valor artístico de numerosos panteones familiares, debería declararse Monumento Público para lo cual la Ordenanza o ley respectiva, establecerían diagnóstico, trabajos de remodelación, restauración y rescate de las piezas tumularias afectadas, asimismo para que las intervenciones individuales se ajusten a ciertas normas de protección y conservación. Esto hay que hacerlo antes de que como en el cuento fantástico de Garmendia, los muertos levanten sus lápidas y nos reprochen con severas admoniciones.


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