Hubo un tiempo en que para caminar por la orilla del
Orinoco había que hacerlo como los ciegos, protegido de un bastón con el cual
se sondeaba la arena antes de marcar el paso.
Ciertamente que visto el hombre así,
uno puede suponer que se trata de un invidente que a falta de lazarillo, va con
su cayado detectando la posibilidad de un hueco, una piedra o cualquier
obstáculo en el camino; pero no, se trata de la manera más práctica de evitar
la Raya, ese pez de forma romboidal armado de una o más puyas ponzoñosas,
desgarrantes y en muchos casos mortales.
Si riesgoso era nadar en el río por
temor tanto a los saurios como a los caribes, más lo era andar descalzo o
frágilmente calzado por la orilla con los pies sumergidos porque aunque la Raya
es pez de fondo siempre busca la costa a los efectos de su
reproducción, sin temor a que la aplasten porque ella de por sí está siempe
aplastada contra el suelo, sobresaliendo sólo de su cola una o más puyas,
dentadas como una sierra.
Bien es verdad que la raya es temible
por su puya tan terrible, nada desmiente que aprovechada en la cocina es toda
una vianda deliciosa. Su carne
cartilaginosa se presta para un piscillo con el cual son más apetecibles las empanadas. Si buenas las de cazón, superiores las de
raya, dice la gente de mar, porque la raya, mucho más que del río, es del
mar. Clasificadas existen unas cien
especies de mar, pero las de agua dulce, al menos las de los cuerpos de agua
continentales de Venezuela, son las del género Potranotryzon y Paratrigon. La propia del Orinoco es la Potramotryzon,
localizables cerca de las playas de fondo arenoso y ensenadas arcillo-arenosas,
más por la noche que en cualquier hora del día.
A veces son tan grandes que se varan y les cuesta reingresar al canal
principal del río.
El padre José Gumilla, quien trabajó
como misionero de la Compañía de Jesús en el Alto Orinoco durante veintiun años (1716-1737) capturó en el patio
de su vivienda que daba al río y con la ayuda de su cocinero y varios indios, una raya que pesó tres arrobas y dos
libras (35 kilogramos aproximadamente).
Este sacerdote fallecido en San Ignacio
de Betoyes, Colombia, en 1750, dedica a la raya
tres párrafos en su libro (capítulo XVII) “El Orinoco ilustrado y defendido
“ y al referirse a los peces ponzoñosos y sangrientos que observó a lo
largo de la geografía llanera y
orinoquense, dice que “nadie debe vadear el río ni laguna de poca agua, ni
andar por las orillas del río grande, dentro de él, sin llevar en la mano un
bastón, picando con él la arena donde se han de sentar los pies; porque todos
los ríos, arroyos y lagunas de tierra caliente tienen rayas, cubiertas con
arena; éstas son unos animales redondos y planos al modo de un plato grande, y
llegan a crecer diformemente; tienen el pecho contra la arena o tierra, de cuyo
jugo se mantienen; en la parte inferior tienen cola, bastante larga y armada
con tres o cuatro púas o aguijones de hueso firme y de punta muy aguda; y lo
restante hasta la raíz con dientecillos de sierra muy sutiles y firmes.
“Estas púas venenosas son buscadas por
los indios para encajarlas con firmeza en las puntas de las flechas de guerra,
y la herida es fatal y difícil de curarse por el veneno de la púa. Luego que la
raya sienta ruido, juega su cola y la encorva al modo que con la suya lo
ejecuta el alacrán, y sin perder la púa hiere a quien la va a pisar sin
saberlo, por estar ella siempre oculta entre la arena. El que va caminando con
su bastón, picando el terreno por donde va a pasar, va seguro, porque si hay
rayas al sentir el palo se apartan.
“Ahora es de saber que por recia que
sea la herida de la raya no arroja gota alguna de sangre; o porque el frío de
aquella púa venenosa la cuaja, o porque la misma sangre, a la vista de su contrario, velozmente se retira y este
pensamiento me excitó a hacer dos experimentos, que son los que hoy se
practican ya en todas aquellas misiones contra las cotidianas heridas de raya,
contra las cuales los indios no habían hallado otro remedio que morir después
de encancerada la herida. Los españoles habían hallado alivio al agudo dolor
aplicando una tajada de queso bien caliente; pero no evitaban una llaga
gravísima y peligrosa que siempre resultaba. A los indios adultos rarísima vez
hieren las rayas, porque en el mismo arco que llevan para flechar pescado van
picando la arena al vedear el agua; toda la plaga recae sobre los chicos incautos, que al irse a lavar y travesear,
jamás escarmientan, y aún malicio que se alegran de las heridas, por librarse
de la escuela y de la doctrina, temas opuestos al humor de aquella edad.
“Deseos de atajar tantos daños,
impelido de la reflexión arriba dicha, al primer chico que me trajeron herido,
saqué una vena que hay en el centro de los ajos, que es la que pasa a retoño
cuando nacen. Y al introducir por la herida de la púa; a corto espacio brotó
por ella tal copia de sangre, que arrojó la dicha vena o nervio del ajo;
después que paró la sangre, puse otro semejante y volvió al cabo del rato a
salir sangre, pero en menor cantidad; y reteniendo en mi casa al paciente, a
los tres días ya estaba sano, sin habérsele inflamado la herida ni poco o
mucho, de modo que se infiere que lo cálido del ajo pone fluida la sangre
coagulada con el frío del veneno, y se ve que con la misma sangre sale el
veneno que la púa había entremetido. Este experimento me dio motivo para el
segundo, y fue llenar la herida hecha con dicha púa de raya con raspadura de
nuez moscada y surtió el mismo efecto, y con las mismas circunstancias dichas
ya en el experimento primero. Dejo otras noticias de las dichas rayas, y
concluyo con decir lo que me causó notable armonía, y es que, haciendo
anatomía, de la rara hechura de una, le hallé en el vientre la matriz no llena
de huevos, como tienen los otros peces, sino llena de rayas del tamaño de medio
real de plata, y cada una de ellas, que pasaba de veinte, armadas con sus púas
en al cola, para salir prontas a dañar desde el vientre de su madre”.
Venir de
tan lejos a morir en una desolada playa del Orinoco, puyado por una raya, jamás
pasó por la mente de Francois Burban, un marino francés
(bretón) que se sumó a su paisano, el explorador etnógrafo Jules Nicolás
Crevaux, junto con el farmaceuta Le Jaén y el ayudante Apatou, para realizar un
viaje por el Guaviare y el Orinoco, entre agosto de 1880 y mayo de 1881.
El infatigable Crevaux, en su cuarto
viaje iniciado en agosto hacia Sudamérica, remontó el Magdalena, atravesó los
Andes y descendió por el oriente con destino al Orinoco, por la vía del
Guayabero y Guaviare, totalizando 101 días de navegación fluvial. Todo iba
relativamente bien hasta que, estando en Mapire, en el amanecer del 22 de
enero, Francois Burban dio unos pasos en el río para tomar agua clara y sin la
debida precaución pisó una raya que le causó heridas en ambos pies. Relata el
propio Creveaux (El Orinoco en dos direcciones / Edición Fundación Cultural Orinoco /
1988) que sólo se le veían a Francois dos puntos negros, uno en el
talón derecho y el otro en un dedo del izquierdo y que Apauto (negro de la
Guayana francesa), familiarizado con este tipo de accidente, no vaciló en chupar las dos heridas, mientras
Le Jaén le colocaba gotas de ácido fénico. Pero aún así el doctor le era
insoportable y Francois gritaba desesperado.
Al siguiente día partieron deseosos de
llegar a Ciudad Bolívar y en el curso de la navegación en una canoa grande con
techo, acamparon a la entrada de los raudales del Infierno. Luego zarparon,
pero antes de llegar a Moitaco, Francois expiró con las piernas necrosadas
hasta la pantorrilla.
He aquí como Crevaux relata la muerte:
“Francois está instalado lo más cómodamente posible debajo del techo. Le Jaén
se sienta atrás cerca del patrón. Yo mismo ayudo a los remeros. Remamos con
toda nuestras fuerzas. El agua entra por todos lados. Hemos llegado apenas a la
tercera parte del río cuando, al echar una mirada a nuestro enfermo me doy
cuenta que tiene la mirada fija. Burban murió como un verdadero marinero, en
medio de la tempestad. No es menos glorioso sucumbir en una piragua que en una
nave de alta borda. Y muere casi al llegar al pueblo, de una cosa aparentemente
insignificante después de escapar de terribles peligros. ¡Es desolador! Nada
más pensarlo se me hace un nudo en la garganta y los ojos se me humedecen”.
Ni cura para el responso ni carpintero
que hiciera la urna encontraron en Moitaco, por lo que envolvieron el cadáver
en su hamaca y colgada de una vara fue llevado por la tripulación hasta el
cementerio, “seguimos una pequeña senda pedregosa, bordeada por labies en flor
que desprenden en el aire un perfume demasiado fuerte. Brillantes mariposas e
insectos zumbones revolotean alrededor de nosotros. Nos desagrada el aspecto
festivo de la naturaleza mientras pasa un hombre valiente muerto en el campo de
honor. Un hoyo profundo en la tierra recibe los restos de Francois Burban.
Echamos un poco de tierra a la fosa. ¡Adiós, mi pobre Francois!. Descansa en
paz. Nos retiramos reprimidos nuestros sollozos. Le damos algún dinero a una
anciana para que mantenga la sepultura; deseamos que le siembre flores. Antes
de aceptar, nos pregunta si nuestro compañero era católico. No parece creerlo,
ya que no hemos pensado en mandar a prender nueve velas a su nombre. Nos
apresuramos a conformarnos con esa costumbre del país, con lo cual nuestros
deseos serán cumplidos”.
Pero la raya, con todo y ser siniestra,
tiene su lado bueno como contrapartida. Ya dijimos que la de mar en oriente la
consumen haciendo con su carne un excelente y bien condimentado piscillo y en
la acuariofilia igualmente es aprovechada cuando se halla en estado juvenil.
Ramiro Royero en “Peces Ornamentales de Venezuela”
(Cuaderno Lagoven) dice que “en este momento de los cambios de moda en
la acuariofilia mundial las rayas de río han alcanzado gran preferencia en el
mercado internacional y algunas de sus especies son las más cotizadas en el
mercado”.
Por este cuaderno nos hemos enterado y
luego lo confirmamos en una crónica (Viaje a la América) de Fray Iñogo Abbad,
monje benedictino quien entre 1773 y 1774 recorrió el oriente del país y
Guayana, que los tiburones, también pez cartilaginoso como la raya, y el pez
sierra o pez de espada, llamado así por la hoja dentada que lleva en al cabeza,
pueden eventualmente penetrar en agua dulce, lo que hace posible su entrada en
el mercado de especies ornamentales. Otros peces que en estado juvenil se
capturan en el Orinoco para ser vendidos al mercado de especies ornamentales
son la sapoara, el morocoto, el coporo y algunos bagres como el cajaro.
Otro lado bueno de la raya o del hígado
de ella, es que contiene una sustancia terapéuticamente utilizada para favorecer
a los asmáticos.
En Oriente comúnmente lo denominan “Aceite
de raya” y según quienes han sido favorecidos es lo más efectivo contra
el asma. Para obtenerlo se sigue el mismo procedimiento empleado en la
elaboración del chicharrón. Antiguamente ese mismo aceite lo utilizaba la gente
para el alumbrado con mecha de algodón.
Por supuesto que para una buena porción
de aceite se requieren unos cuantos hígados si éstos son de rayas pequeñas o
medianas aunque hay rayas realmente
portentosas como la manta capaz de voltear una embarcación. Señalamos
antes que el padre Gumilla pescó una de 35 kilogramos, pero las hay de 50 kilos
que han sido capturadas con trenes ahorcadores.
En oriente los pescadores experimentan
terror por una más redonda romboidal que llaman “chupare”. Esta raya es
de cuero áspero como una lija y su pinchazo considerado casi mortal. Habita al
sureste de la isla de Coche, entre Cubagua y Margarita, al igual que otras
conocidas como raya blanca, procicona, guarapara y una que tiene el nombre “guayanesa”
muy fina, delgada y sin púas, inofensiva. ¿Por qué los orientales la
identifican con el gentilicio de los bolivarenses? Nadie parece saberlo, tal
vez hayan querido asociarla con la bondad y gentileza de la mujer de estas
tierras calientes del Orinoco donde sólo se conoce la Potranotryzon que hay que
espantar con un bastón para evitar lo que le pasó a moseiur Francois
Burban.
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