sábado, 13 de febrero de 2016

EL TAMARINDO DE SAN ISIDRO


El Tamarindo de la casa de  San Isidro, donde el Libertador amarraba su cabalgadura, fue sometido a un proceso de clonación,ya moribundo  tras su caída en junio de 1992 cuando un temporal venció su resistencia bicentenaria.

         Desde la India vino en tiempos de la Colonia este Tamarindo tan venerado por los angostureños.  Tal vez cuando  Rafael Velez levantaba la casa de su hacienda sobre esa inmensa y ondulada laja donde el Sol deja su escarchosa huella renegrida. Tiempos de Centurión Guerrero de Torres, hombre de empuje y coraje en la construcción de la Angostura naciente.  Cuando el espacio era selva y manantiales de los que todavía queda ese meandro que transcurre por el patio de los bambúes.
         Entonces la ciudad era unas pocas casas diseminadas desde la orilla del río donde moraba el Fuerte San Gabriel hasta la cumbre del cerro El Vigía.  Vigía porque allí estaba siempre el centinela de turno con un cañón emplazado.  Piedras monumentales y arboleda pesada se oponían al poblado en ciernes que parecía lejano desde la hacienda San Isidro y la distancia se cubría a través de El Trabuco o sendero de los Aparecidos.
Desde la India vía las Antillas dicen que vino el Tamarindo, planta o semilla, no importa, y allí fue sembrado para que suavizara la rigidez de la piedra sin presentir quizás la mano del sembrador que algún día en otro siglo obsequiaría la sombra de su fronda y de su fruto al caballo del Libertador.
         ¿Cuántos años?  Doscientos y tantos como corresponde a un longevo de leño duro y crecimiento lento.  Habría podido ser más, pero ni siquiera los vegetales tienen asegurada su permanencia vital.  Como la de los miembros del reino animal, cumplen un ciclo muchas veces adelantado por la eventualidad de un fenómeno accidental o natural, similar al de aquella mañana del 11 de junio en que una borrasca azotó predios de los antiguos Morichales de Angostura.
         El cielo se puso del mismo color fangoso de la tierra del moriche, las ramas del Tamarindo se estremecieron, cedieron las raíces y el  árbol cayó desmayado.  Desde entonces, transido de dolor, no ha querido ser definitivo en lo  irremediable de su muerte.
         Cuando se produjo aquel viento fuerte que prácticamente sacó de raíz al venerable Tamarindo, la alarma cundió por la ciudad y el propio  árbol parecía decir, ¡traigan, por favor, una mano que me levante, que me salve! porque el golpe contra el muro que lo semi-rodeaba y donde una vez cantó su verso el romancero, el golpe contra la piedra fue realmente desbastador.  Y ante la alarma de la ciudadanía que corrió la voz desesperada, que puso a sonar teléfonos y emisoras, el personal administrativo y técnico del Jardín Botánico del Orinoco, a la cabeza de Leandro Aristeguieta y Paúl Von Büren, se dirigió al sitio aquella mañana húmeda.  En el instante no pudo hacerse más que levantarlo un poco y aguardar hasta el día siguiente que se hiciese la inspección técnica de rigor junto con el horticultor Luis Chacón y la licenciada Belkis Casanova para precisar las causas de la caída y determinar lo que debía hacerse a objeto de salvar o prolongar la vida del  árbol bicentenario.
         ¿Por qué el Tamarindo no pudo resistir la borrasca como bien la resistieron los otros  árboles de la Casa de San Isidro? fue la primera interrogante y Leandro Aristeguieta, doctor en botánica y fundador del Jardín, la respondió.  El  árbol estaba en el inminente cierre de  su ciclo vital (200 años) y esta realidad, aunada a los trabajos de construcción de la avenida 5 de julio, debilitó sus raíces poco profundas al pasar esta vía muy cerca de la Laja de San Isidro, o mejor dicho, del sitio pedregoso donde la raigambre del Tamarindo por no poder penetrar la piedra estaba casi en la superficie.
         Comprendida esta situación y precisado el diagnóstico correspondiente, el personal técnico del Jardín procedió a eliminar las raíces que afloraron a la superficie, muchas de las cuales ya estaban sin vida y otras bajo los efectos de un ataque fungoso.  El "Cobrex", un potente fungicida de venta en el mercado para estos casos, fue aplicado sin demora y los cortes que el impacto de la caída causó  en la raigambre, fueron cubiertos con alquitrán vegetal.  Vino luego la tierra fertilizada en abundancia a rellenar vacíos y raíces hasta formar un montículo sobre el cual crecieron delicadas plantas de lirio cuyas flores de seis pétalos  invitaban  a la reflexión sobre el árbol caído.
         De las raíces desgarradas hubo que pasar al tronco ramoso cargado de hojas con folíolos elípticos, de flores amarillas y vainas curvadas que aun parecían no acusar el dolor de la caída.  Había, no obstante, desde antes, ramas muertas o de escaso follaje.  Estas, según los expertos, había que eliminarlas y en consecuencia funcionó la motosierra con arte de cirugía mayor y también el alquitrán vegetal en el tratamiento de las heridas.
Los dolientes presentes que eran uno cuantos querían que el  árbol fuese levantado totalmente hasta quedar erguido, exhibiendo toda la personalidad vegetal de que lo ha dotado la historia.  Pero fue imposible porque de haberlo hecho habría molestado seriamente la parte del sistema radical que aún sustentaba su vida.  De manera que se decidió no levantarlo, ni moverlo siquiera, para evitar la ruptura de las pocas raíces que lo sostenían.  Preferible era y así se hizo, mandar a construir una tubular estructura de hierro que sirviera de soporte o apoyo a las ramas gruesas todavía con vida y con posibilidad de frutos.
Cuando cayó, el histórico  árbol ya tenía descendientes en los viveros del Jardín Botánico y uno de ellos se plantó a su lado para que fuese midiendo con su crecimiento la última fase de su vida.  Colgaban de sus ramas en el momento unos pocos frutos maduros, diez aproximadamente, dice el informe, de los cuales se extrajeron semillas para la multiplicación  y plantación de sus vástagos en parques, plazas, escuelas y otras zonas verdes de la ciudad y el Estado.
El primer hijo del Tamarindo de San Isidro fue plantado el 31 de mayo de 1982, Día del Árbol, por los doctores Paúl von Büren y Luis José Candiales, en el Parque Leonardo Ruiz Pineda,  área comprendida entre las avenidas Libertador y Upata.  Más tarde, en el propio parque, en 1994, el técnico Luis Chacón,  sembró el segundo, al lado de la caminería, por lo que el plantado en la Casa de San Isidro al pie del original sería el tercero.  El mismo año, el doctor Leandro Aristeguieta sembró el cuarto en la Escuela que lleva el nombre de su pariente José Luis Aristeguieta, en el Paseo Orinoco.
Seguidamente sembró el quinto en la zona verde del edificio de la Planta Siderúrgica del Orinoco y el Día del Relacionista, el doctor Paúl von Büren y Helga Paschen, plantaron el sexto en la Plaza Bolívar.  El más reciente quedó sembrado en el propio Jardín Botánico en la zona diagonal con la Casa de San Isidro.  Aún quedaban algunos ejemplares en el  área de horticultura y gracias a un convenio que suscribió el Jardín Botánico para mantener las zonas verdes del edificio de la CVG en Ciudad Bolívar, se tenía previsto la siembra de otro ejemplar.  ¿Cuántos quedaban?  Muy pocos, pero podrían aumentarse con el experimento de la clonación.
         Las autoridades del Jardín Botánico estaban convencidas del acierto de las medidas tomadas puesto que sirvieron para prolongar la longevidad de este  árbol bicentenario por espacio de seis años, al cabo de los cuales, ya finalizando octubre se desprendió parte de las últimas ramas vivas, lo que significaba que el  árbol había entrado en fase agónica.  El Jardín Botánico intentó la reproducción vegetativa, es decir, la clonación que es una reproducción, no a partir de la semilla o reproducción sexual mediante un cruce en el que intervienen el polen como fertilizante del óvulo, sino vegetativa, asexual, que es precisamente lo que caracteriza la clonación dando lugar a un ejemplar exactamente igual o idéntico.
         Según el doctor Aristeguieta, la clonación en el mundo vegetal es mucho más sencilla que la clonación en el mundo animal.  De todos modos, lo importante es que si esas estacas se pegan, tendremos en el Jardín todo un vivero con riego nebulizador y hormonas para ver si es posible que se produzca un Tamarindo idéntico al de la Casa de San Isidro o "Tamarindo del Libertador" como también le dicen.
         De suerte que los días finales del venerable vegetal estuvieron irremisiblemente contados, pero paradójicamente vimos que comenzaron a multiplicarse indefinidamente por efecto de la descendencia y la clonación, por lo que en vez de uno único ahora tenemos muchos en distintos lugares de la geografía que es como decir extender y consolidar su presencia, permanencia e inmanencia en el alma popular y en lo consustancial quedar en las reliquias pues una rama gruesa y fuerte que se cayó fue fraccionada en numerosas partes y con diferentes diámetros a objeto de ser mostradas y obsequiadas a personalidades visitantes.
         Un fin que no es fin porque seguirá  presente a través de su descendencia, de sus iguales, de los vestigios inertes de su ser y del valor histórico por el uso que le dio quien allí bajo su fronda y sombra mantenía bien altivo y dispuesto su caballo, aquel caballo de imponente alzada, blanco o amarillo, enlazado con destreza en los llanos de Angostura, el fiel caballo que nunca le faltaba a la hora de la batalla, en los amaneceres crepusculares del Orinoco para la cabalgata, el pasitrote y ordinariamente para trasladarse a su despacho oficial en la ciudad  después que los hispanos abandonaron las armas con las cuales obstinadamente daban pábulo a sus pretensiones coloniales.


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