El Tamarindo de la casa de
San Isidro, donde el Libertador amarraba su cabalgadura, fue sometido a
un proceso de clonación,ya moribundo tras
su caída en junio de 1992 cuando un temporal venció su resistencia
bicentenaria.
Desde la India vino en tiempos de la
Colonia este Tamarindo tan venerado por los angostureños. Tal vez cuando Rafael Velez levantaba la casa de su hacienda
sobre esa inmensa y ondulada laja donde el Sol deja su escarchosa huella
renegrida. Tiempos de Centurión Guerrero de Torres, hombre de empuje y coraje
en la construcción de la Angostura naciente.
Cuando el espacio era selva y manantiales de los que todavía queda ese
meandro que transcurre por el patio de los bambúes.
Entonces la ciudad era unas pocas casas
diseminadas desde la orilla del río donde moraba el Fuerte San Gabriel hasta
la cumbre del cerro El Vigía. Vigía porque
allí estaba siempre el centinela de turno con un cañón emplazado. Piedras monumentales y arboleda pesada se
oponían al poblado en ciernes que parecía lejano desde la hacienda San Isidro y
la distancia se cubría a través de El Trabuco o sendero de los Aparecidos.
Desde la India vía las Antillas dicen que vino el Tamarindo,
planta o semilla, no importa, y allí fue sembrado para que suavizara la rigidez
de la piedra sin presentir quizás la mano del sembrador que algún día en otro
siglo obsequiaría la sombra de su fronda y de su fruto al caballo del
Libertador.
¿Cuántos años? Doscientos y tantos como corresponde a un
longevo de leño duro y crecimiento lento.
Habría podido ser más, pero ni siquiera los vegetales tienen asegurada
su permanencia vital. Como la de los
miembros del reino animal, cumplen un ciclo muchas veces adelantado por la
eventualidad de un fenómeno accidental o natural, similar al de aquella mañana
del 11 de junio en que una borrasca azotó predios de los antiguos Morichales de
Angostura.
El cielo se puso del mismo color
fangoso de la tierra del moriche, las ramas del Tamarindo se estremecieron,
cedieron las raíces y el árbol cayó
desmayado. Desde entonces, transido de
dolor, no ha querido ser definitivo en lo
irremediable de su muerte.
Cuando se produjo aquel viento fuerte
que prácticamente sacó de raíz al venerable Tamarindo, la alarma cundió por la
ciudad y el propio árbol parecía decir,
¡traigan, por favor, una mano que me levante, que me salve! porque el golpe
contra el muro que lo semi-rodeaba y donde una vez cantó su verso el romancero,
el golpe contra la piedra fue realmente desbastador. Y ante la alarma de la ciudadanía que corrió
la voz desesperada, que puso a sonar teléfonos y emisoras, el personal
administrativo y técnico del Jardín Botánico del Orinoco, a la cabeza de
Leandro Aristeguieta y Paúl Von Büren, se dirigió al sitio aquella mañana
húmeda. En el instante no pudo hacerse
más que levantarlo un poco y aguardar hasta el día siguiente que se hiciese la
inspección técnica de rigor junto con el horticultor Luis Chacón y la
licenciada Belkis Casanova para precisar las causas de la caída y determinar lo
que debía hacerse a objeto de salvar o prolongar la vida del árbol bicentenario.
¿Por qué el Tamarindo no pudo resistir
la borrasca como bien la resistieron los otros
árboles de la Casa de San Isidro? fue la primera interrogante y Leandro
Aristeguieta, doctor en botánica y fundador del Jardín, la respondió. El árbol
estaba en el inminente cierre de su
ciclo vital (200 años) y esta realidad, aunada a los trabajos de construcción
de la avenida 5 de julio, debilitó sus raíces poco profundas al pasar esta vía
muy cerca de la Laja de San Isidro, o mejor dicho, del sitio pedregoso donde la
raigambre del Tamarindo por no poder penetrar la piedra estaba casi en la
superficie.
Comprendida esta situación y precisado
el diagnóstico correspondiente, el personal técnico del Jardín procedió a
eliminar las raíces que afloraron a la superficie, muchas de las cuales ya
estaban sin vida y otras bajo los efectos de un ataque fungoso. El "Cobrex", un potente
fungicida de venta en el mercado para estos casos, fue aplicado sin demora y
los cortes que el impacto de la caída causó
en la raigambre, fueron cubiertos con alquitrán vegetal. Vino luego la tierra fertilizada en
abundancia a rellenar vacíos y raíces hasta formar un montículo sobre el cual
crecieron delicadas plantas de lirio cuyas flores de seis pétalos invitaban
a la reflexión sobre el árbol caído.
De las raíces desgarradas hubo que
pasar al tronco ramoso cargado de hojas con folíolos elípticos, de flores
amarillas y vainas curvadas que aun parecían no acusar el dolor de la
caída. Había, no obstante, desde antes,
ramas muertas o de escaso follaje.
Estas, según los expertos, había que eliminarlas y en consecuencia
funcionó la motosierra con arte de cirugía mayor y también el alquitrán vegetal
en el tratamiento de las heridas.
Los dolientes presentes que eran uno cuantos querían que el árbol fuese levantado totalmente hasta quedar
erguido, exhibiendo toda la personalidad vegetal de que lo ha dotado la
historia. Pero fue imposible porque de
haberlo hecho habría molestado seriamente la parte del sistema radical que aún
sustentaba su vida. De manera que se
decidió no levantarlo, ni moverlo siquiera, para evitar la ruptura de las pocas
raíces que lo sostenían. Preferible era
y así se hizo, mandar a construir una tubular estructura de hierro que sirviera
de soporte o apoyo a las ramas gruesas todavía con vida y con posibilidad de
frutos.
Cuando cayó, el histórico
árbol ya tenía descendientes en los viveros del Jardín Botánico y uno de
ellos se plantó a su lado para que fuese midiendo con su crecimiento la última
fase de su vida. Colgaban de sus ramas
en el momento unos pocos frutos maduros, diez aproximadamente, dice el informe,
de los cuales se extrajeron semillas para la multiplicación y plantación de sus vástagos en parques,
plazas, escuelas y otras zonas verdes de la ciudad y el Estado.
El primer hijo del Tamarindo de San Isidro fue plantado el 31 de
mayo de 1982, Día del Árbol, por los doctores Paúl von Büren y Luis José
Candiales, en el Parque Leonardo Ruiz Pineda,
área comprendida entre las avenidas Libertador y Upata. Más tarde, en el propio parque, en 1994, el
técnico Luis Chacón, sembró el segundo,
al lado de la caminería, por lo que el plantado en la Casa de San Isidro al pie
del original sería el tercero. El mismo
año, el doctor Leandro Aristeguieta sembró el cuarto en la Escuela que lleva el
nombre de su pariente José Luis Aristeguieta, en el Paseo Orinoco.
Seguidamente sembró el quinto en la zona verde del edificio de
la Planta Siderúrgica del Orinoco y el Día del Relacionista, el doctor Paúl von
Büren y Helga Paschen, plantaron el sexto en la Plaza Bolívar. El más reciente quedó sembrado en el propio
Jardín Botánico en la zona diagonal con la Casa de San Isidro. Aún quedaban algunos ejemplares en el área de horticultura y gracias a un convenio
que suscribió el Jardín Botánico para mantener las zonas verdes del edificio de
la CVG en Ciudad Bolívar, se tenía previsto la siembra de otro ejemplar. ¿Cuántos quedaban? Muy pocos, pero podrían aumentarse con el
experimento de la clonación.
Las autoridades del Jardín Botánico estaban
convencidas del acierto de las medidas tomadas puesto que sirvieron para
prolongar la longevidad de este árbol
bicentenario por espacio de seis años, al cabo de los cuales, ya finalizando
octubre se desprendió parte de las últimas ramas vivas, lo que significaba que
el árbol había entrado en fase
agónica. El Jardín Botánico intentó la
reproducción vegetativa, es decir, la clonación que es una reproducción, no a
partir de la semilla o reproducción sexual mediante un cruce en el que intervienen
el polen como fertilizante del óvulo, sino vegetativa, asexual, que es
precisamente lo que caracteriza la clonación dando lugar a un ejemplar
exactamente igual o idéntico.
Según el doctor Aristeguieta, la
clonación en el mundo vegetal es mucho más sencilla que la clonación en el
mundo animal. De todos modos, lo
importante es que si esas estacas se pegan, tendremos en el Jardín todo un
vivero con riego nebulizador y hormonas para ver si es posible que se produzca
un Tamarindo idéntico al de la Casa de San Isidro o "Tamarindo del Libertador"
como también le dicen.
De suerte que los días finales del
venerable vegetal estuvieron irremisiblemente contados, pero paradójicamente vimos
que comenzaron a multiplicarse indefinidamente por efecto de la descendencia y
la clonación, por lo que en vez de uno único ahora tenemos muchos en distintos
lugares de la geografía que es como decir extender y consolidar su presencia,
permanencia e inmanencia en el alma popular y en lo consustancial quedar en las
reliquias pues una rama gruesa y fuerte que se cayó fue fraccionada en
numerosas partes y con diferentes diámetros a objeto de ser mostradas y
obsequiadas a personalidades visitantes.
Un fin que no es fin porque
seguirá presente a través de su
descendencia, de sus iguales, de los vestigios inertes de su ser y del valor
histórico por el uso que le dio quien allí bajo su fronda y sombra mantenía
bien altivo y dispuesto su caballo, aquel caballo de imponente alzada, blanco o
amarillo, enlazado con destreza en los llanos de Angostura, el fiel caballo que
nunca le faltaba a la hora de la batalla, en los amaneceres crepusculares del
Orinoco para la cabalgata, el pasitrote y ordinariamente para trasladarse a su
despacho oficial en la ciudad después
que los hispanos abandonaron las armas con las cuales obstinadamente daban
pábulo a sus pretensiones coloniales.
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