O cuando más un “despecho de
agua” como lo intuyó Apolinar Díaz de la Fuente, el primero que intentó hurgar
en sus entrañas, o un “líquido hilillo” como Chaffanjon lo vio a distancia
salir de un flanco montañoso o un simple codo de agua borboteando según la
gráfica de color tomada por la Expedición Franco-Venezolana y la cual se exhibe
en la casa del Correo del Orinoco.
Pero es dudable por quien navegue su recorrido de
2.063 kilómetros o lo contemple entre San Rafael de Barrancas y Piacoa donde
alcanza una anchura de 22 kilómetros o en Boca Grande de Navíos, donde parece
abrir una de sus tantas fauces para tragarse al mar, pero el poeta que nunca ha
requerido más medios o instrumentos de navegación que los de su imaginación, insiste en que es una gota
de agua, un vagido, o simplemente el parto de una gota de rocío sobre
alimentada en su curso por una naturaleza sumamente generosa que al final se
pierde en un hartazgo infinito de mar.
Esa gota de agua desprendida
de la roca como líquido amniótico significa para académicos y poetas, la
infancia del río. El académico colombiano, Rafael Gómez Picón, quien lo navegó
en los años cuarenta para escribir su
libro “Orinoco, río de Libertad”, habla de esa infancia discurriendo
entre “las implacables y retorcidas torrenteras que le sirven de lecho, en
las que parece que se adiestra con eficacia para realizar los ciclópeos
trabajos que le esperan a lo largo de su complicado curso. Así se le ve
interrumpir en el seno de impresionante paraje pregonando su alborozo con
infantil a la vez que aparatoso ademán, al arrojarse desde una altura de 17
metros 43 centímetros, acción ésta que lo hace aparecer como un joven e incauto
dios que oteara el horizonte desde los 770 metros sobre el nivel del mar”.
Su coterráneo Isaías Gamboa, exiliado en Angostura a
principios de siglo, como anteriormente lo estuvo José María Vargas Vila, habla
en un poema de la “grandeza del noble y pequeño manantial”:
“Así mi fantasía te soñaba,
andaluz como el océano infinito
cuando tu aliento mujidor socava
los
muros erizados de granito,
Están allí fantásticos vestigios
Inmensas moles que aventó la tierra
Islas que vieron y verán los siglos
Monstruos que arroja al estallar la
tierra”
El ser humano siempre se ha sentido atraído por el arcano o misterio
de su propio origen y por todo cuanto lo rodea. Se ha internado en la selva en
busca del eslabón perdido, ha dialogado con los monos, socavado las entrañas de
la tierra, sondeado las profundidades marinas, remontado las más empinadas
cuestas, penetrado el espacio sideral, preguntado a las más diversas
religiones, encontrando al final nada más que cierto consuelo en el parto de
los ríos.
Para el hombre y más para el poeta que abreva en su curso la
sed de su existencia, el río es símbolo de la vida, niño de regatos que crece y
juega, que se encrespa y se agiganta hasta que en su búsqueda encuentra un mar
de abismo que lo pierde.
“Nuestras vidas son los ríos
que van a dar a la mar
que es el
morir”.
Canta en su
copla el poeta de la madre patria, Jorge Manrique, mientras en ella se engarza
el verso de Miguel Otero Silva,
estrujado por el insondable arcano que pone fin a la existencia:
“No! No es posible vivir como los ríos
cantando entre laderas y lirios
o entre grandes peñascos o ramajes
tronchados
sin presentir la mar que los espera”.
Rómulo Gallegos, al entrar en “Canaima” por las bocas
del Orinoco y a medida que el serviola
de estribor va con el escandallo sondeando el lecho del estuario, encuentra la
misma semejanza vital del río con el hombre:
“... El río niño de los alegres regatos al pie de la Parima, el río
joven de los iracundos bramidos de Maipures y Atures, ya viejo y majestuoso
sobre el vértice del Delta, reparte sus
caudales y despide sus hijos hacia la gran aventura del mar...”
Pero lo asombroso es que esa
ingente masa de agua multiplicada, expansiva y en continuo y libre movimiento,
sea en sus inicios una simple gota de agua, un vagido, el ojo de un pájaro
apenas, una infinita gota de rocío:
“Al comienzo,
al principio
qué fue el
Orinoco
sino una gota
de agua
brotando de la
tierra
o cayendo del
viento”
Interroga en su poema Carlos
Augusto León en tanto que Andrés Eloy
Blanco invita a la aventura:
“Vamos a embarcar, amigos,
para el viaje de la gota de agua.
Es una gota,
apenas, como el ojo del pájaro”.
José Sánchez Negrón, en su
libro “Los Humos y las Voces” narra así el acontecimiento:
“Es la hora del primer
vagido
es el instante inmediato y
previo
puesto como el oído de un niño
sobre
la puerta de la vida
y nada hay
ni siquiera el nombre
que la luz pondrá sobre
la frente del
río cuando asome
Pero emerge el grito
Y los ángeles se asustan
Y no saben
Que hacer con el silencio
roto entre
las
manos
El río. El río interminable”.
En “Los
Habitantes del agua”, al poeta John Sampson Willians, lo sorprende la
soledad del comienzo que en el fondo no es sino una soledad aparente que se
eterniza hasta la muerte:
“Solo en su soledad
solo en su apariencia
construye el tallo
que acompaña sus viajes
donde las hiedras del
macizo
siembran la muerte
avara en su ataud”.
Luz Machado en su “Canto
al Orinoco” no puede eludir el supremo instante del primer día de la
creación:
“Cuando Dios dijo
Río, sin un grito la tierra abrió los dedos de su mano
que el primer día de la creación quedaron
juntos en un amor sin compromiso.
Y el agua derramó sus naipes impíos,
La frescura inicial toda en un ramo
Y fue mirada larga entre los párpados
Primeros y oscuros de los riscos”.
Pero el Orinoco no se queda
allí, encunado entre riscos y ramajes, sino que al dejarse llevar por la fuerza
de un cauce descendente que lo guía hasta el mar, va alimentando por furtivos
vasos comunicantes a los nobles jagueyes que diseminados por la llanura
desierta, cuentan a las nubes cómo nace el gran río, a través de su trovador
Héctor Guillermo Villalobos:
“Fluye el agua, fluye...
fluye...
¡tan callada y tan eterna!
El tiempo sin fin traduce
Su metáfora de arena”.
Pero en “Canto al Orinoco” (1934) de un poeta caraqueño
que se firma con el seudónimo de “Caballero Intrépido” y el cual
dedica a la escritora Lucila Palacios, el río
deja de ser una gota de agua para
emerger de su natividad como un “hilo de plata”:
“Como un hilo de plata desciende del Parima
como un rayo de luna se filtra en la
montaña
avanza zigzagueando desde la verde cima
y
miles de torrentes revuelcan sus entrañas
en monstruos se transforma, crece y se
dilata
ya no es hilo de plata es más de lo
infinito
brotando de la espuma de ingente catarata
como de la parda nube el tronido de su
grito”
Para el poeta valenciano,
Leonte Olivo, en su poema “Invocación al Orinoco” (1934)
también el río es un hilo en la Parima:
“Viejo padre Orinoco
cuyo cántico
suena siempre con rotunda rima
desde que eres un hilo en la Parima
hasta que eres un mar en el Atlántico
tú que fecundas en tu edad temprana
el oro del
subsuelo de Guayana
para que ya formado siempre recuerde
a la codicia humana
en rútilas leyendas de El Dorado”.
El poeta Alarico
Gómez, en su “Balada de
Piedra y Agua”, tratando
de desnudar al Orinoco “en su más fina intimidad de perla”,
canta:
“Las aguas -su
inmanencia -: muerte y vida
Vidas y muerte las aguas –su inmanencia.
Con gotas como lezna sumergida
En
su celeste vena dividida,
el agua
flabelada de la afluencia
Oh, Angostura, magnífica presencia
Ciudad Bolívar, Madre de las Aguas,
ardes adentro, en tus ardientes fraguas”.
Lo cierto es, como bien dice Jean
Aristeguieta en su poema “Fuego de una presencia”, que “de
arcanas posesiones emerge el Orinoco / arrastrando caudales hacia la soledad”, y
nos preguntamos y ella se pregunta:
“Qué resta de aquel ámbito
de infancia reflejada
de aquella adolescencia cercenada de sueños?
¿Qué afluencia interroga en desvelo azorado
la evocación primaria de la tierra distante?
Hacia el sur marca el signo hacia el sur de la
Patria.
Allí existe un país con un
río como un mar
que a veces es plomizo como llanto dormido
otras veces es claro como lirio del alba
Hacia el sur divagando cruzando las fronteras
crece un perfil inserto en su propio tesoro
es Guayana limada por aguas por
amianto
por la selva sin fondo por la mina que
alumbra”.
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