Jugar a los gallos es una afición, generalmente
apasionada, pero evidentemente un espectáculo donde aves de raza, calzadas con
espuelas, se rebaten hasta la derrota o la muerte. Es de vieja data y el aficionado lo disfruta
a plenitud apostando durante un ejercicio de gritos y ademanes en el que las
tensiones tienden a liberarse a medida que la sangre de la emoción fluye e
intenta desbordarse.
Ignoramos si el Coronel, al fin, recibió carta o si su gallo
pudo llevarlo a la gallera. Me temo que
todo quedó donde Gabriel García Márquez lo dejó cuando en París de 1957 terminó
de escribir su novela “El Coronel no tiene quien le escriba”. Allí cuando el militar, en la inopia más
deprimente, se sintió sacudido y obligado por su mujer a pronunciar la
escatológica palabra.
Y es que un auténtico gallero prefiere hacer cualquier cosa,
menos tener que empeñar, vender o meter en la olla su gallo de pelea. Algo parecido le ocurrió al tahúr Dionisio
Pinzón, en el cuento de Juan Rulfo “El gallo de oro”, cuando el charro
Lorenzo Benavides, llegó a ofrecerle hasta 2 mil pesos por su dorado ejemplar,
pero su gallo era su gallo y él lo tenía, lo cuidaba y lo quería para verlo
ganar en ese palenque o redondel de la Gallera.
La Gallera, ese espectáculo de fin de semana, días feriados
y fiestas patronales, que en el umbral de siglo veinte todavía le quita el
sueño a mucha gente es, por sobre toda las necesidades del gallero, el destino
final del gallo de raza. La pasión y
tradición de los gallos viene de Grecia.
Hace un recorrido muy firme por Inglaterra, Francia y Venezuela, país en
que sobresalen Margarita, Monagas, Anzoátegui, Mérida, Barinas, Cojedes y
Bolívar.
En Bolívar, las peleas de gallo han sido constantes desde
muy avanzado el siglo veinte. Entre los
aficionados del pasado más nombrados en la ciudad capital, recuerdan a don
Hilario Machado y sus hijos, los de apellidos Gil, Pulgar, Ramón Antonio
Sambrano (padre), Raúl Villegas y otros fallecidos o retirados.
A estos sucedieron Ramón Sambrano Ochoa, quien disponía de
una cuerda famosa en todo Oriente; Sabino Landaeta, poseedor de otra cuerda que
se distingue por los cruces con jereciano que es un gallo muy rápido y valiente
por la espuela; René Vhalis, Alejandro Vargas y Rafael Casado, apostadores
fuertes; Fernando Alvarez Manosalva, Ramón y Rafael Lanz, en Upata; Pedro José
Olivieri, en Guasipati y Tumeremo, de donde salen unos gallos ligados con una
raza brasilera. Actualmente, una nueva
generación llena los fines de semana las galleras El Luchador, plaza fuerte
de las apuestas; La Sabanita, El Rosal, Oso Blanco, Bravo Chico y los Caribes, en las que destacan
aficionados como Pedro Amarista, José Miguel Ron, José Seminario, Hernán Pérez
Guevara, Vladimir Aquino, Roberto (cabezón) Vhalis, Francisco Córcena, Pedrito
Deffit, Sánchez Tineo, Francisco (compota) Cabreta, y el profesor Liberto
Acevedo, quien viene desde San Antonio de Upata. Hay dos tipos de galleros. El simple aficionado que va a la gallera a
apostar y el que juega y se dedica con pasión y amor a la crianza de gallos de
raza. Este último sería el auténtico
gallero, lo cual precisa varias funciones que a la postre conforman un arte
complejo que va desde la manera como se obtiene un ejemplar de casta hasta el
momento de llevarlo a la gallera. El
proceso de selección comienza con la escogencia de los padres. Luego viene la crianza que implica tanto
cuidado como el que se le prodiga a un niño.
Se pasa de allí a la selección que
ocurre después de los siete meses de nacido, justo cuando se observa que
el ave es capaz de pelear contra
cualquiera de sus semejantes.
Seguidamente, el gallo se descreta, desoreja y topa con otros ejemplares
de la crianza para ver entre ellos al que mejor se ha formado, al que tiene más
firmeza en el pico y acierta con las espuelas.
Cumplida esta fase, el gallo es espantado y llevado a una
Cuerda, donde hay un gallero que lo atiende y forma con ejercicios apropiados
que van desde el trapecio hasta el careo y las fricciones. Al final, viene la presentación en la Gallera
para medirse con otro igual en peso y espolones.
La fase de la clasificación toma en cuenta el color con el
cual se distingue durante la pelea: zambo, pinto, marañón, jabao, gallino, que
se obtiene de acuerdo con el cruce y leyes de la herencia. Los gallos zambo y marañón, por ejemplo,
destacan casi siempre porque son muy firmes y agresivos en la pelea.
Antiguamente era de fama el gallo español, espuelero y de
mucha picada, pero vulnerable por su fino pescuezo de violín, irresistible al
gallo fuerte. Esa vulnerabilidad se ha
venido superando con acertados cruces.
Los encuentros gallísticos ocurren en todos los
órdenes. Desde el local hasta el
internacional pasando por el regional y nacional. En galleras monumentales como la de
Margarita, Barquisimeto, Maturín y Valle de la Pascua, generalmente se
congregan galleros de todo el país y de afuera.
Las espuelas de los gallos generalmente son postizas y se
fabrican con espolones de otros gallos o bien utilizando la concha del carey
marino o de la terecaya del Orinoco. En este arte es reputada la artesanía de
pino y bejaro en Ciudad Bolívar. Pero no
todo gallero sabe montar las espuelas.
Para esa labor hay expertos como Angel Campos (El Brujo), Jesús García
(El químico), Celín, Pedro y El Paragüero.
En cuanto al tamaño, varían. En Colombia, al igual que en
México, por ejemplo, se acostumbran las espuelas grandes como navajas, mientras
que en Venezuela las espuelas son pequeñas, afiladas, tipo cubana, las cuales
se fabrican en Margarita y Monagas y a veces se importan directamente de la
isla antillana.
Aparte del carey y la terecaya, existen otros materiales
utilizables en la fabricación de espolones, pero que los reglamentos modernos
prohiben, como la uña de tigre, el colmillo de oso y cacho de chivo debido a
que son materiales enconosos y las riñas de gallos como la de los boxeadores,
deben ser lo más limpias y honradas posibles.
Asimismo, hoy se prohibe embadurnar de grasa el pescuezo del gallo. La grasa o el cebo impiden que el contendor
afinque el pico para la rebatida.
Igualmente es prohibido untar sustancias tóxicas en las espuelas. Las veces que de la riña de los gallos se ha
pasado a la riña de los galleros, ha
sido, precisamente, por las trampas empleando sustancias prohibidas como el
cebo en el pescuezo que recuerda a muchos galleros el lance que obligó a Raúl
Villegas a retirarse de ese mundo.
Raúl Villegas
era dueño de una de las mejores cuerdas de la ciudad angostureña y su afición
se terminó el día en que su gallo “Lazo Abierto”, con siete peleas
ganadas, salió al saco con uno del Comandante Adames. Su gallo tenía la característica de que
cuando picaba rebatía hasta cuatro y cinco veces y, en esa pelea, picaba y se
soltaba. Confundido y sospechoso, saltó
al redondel y vio que el pico de su gallo estaba lleno de cebo, del cebo que el
gallo del Comandante tenía untado en el pescuezo. Esto dio lugar a que Raúl increpara al
Comandante y este desenfundara su revólver formándose la sampablera que terminó
con la afición gallística de Raúl.
¡A mi gallo
voy!, es el grito de combate de los apostadores cuando los gallináceos quedan
al descubierto, frente a frente, sobre la arena del redondel. Entonces comienzan las apuestas, las cuales
varían de forma y monto a partir de la suma oficial convenida para la
pelea. Depende de la capacidad
económica de los contrincantes y de la calidad y casta de los ejemplares en
acción.
Tras la apuesta
oficial convenida concurren las apuestas libres como en las carreras de
caballos, pero dentro de su propia peculiaridad
y utilizando la jerga comprensible entre los galleros. Por ejemplo, se dan cuentas, lo cual quiere
decir que cuando un gallo va ganando, el contrario paga más barato. El que va ganando ofrece montos mayores
contra sumas pequeñas.
En una pelea de
gallos se pueden cubrir los extremos de
perder o ganar. De acuerdo a las
incidencias de la pelea, el jugador de gallos puede salirse o emparejar la
suerte dando o aceptando las ofertas que se produzcan en el curso del pleito.
El doctor Ramón
Sambrano Ochoa nos cuenta que él conoce apostadores que nunca pierden porque en
el trayecto de la pelea se desenvuelven de manera hábil y finalmente tienen un
balance favorable. Es admisible que quien esté en un bando se pase a otro
intempestivamente. Todo depende de las
incidencias de la riña.
La gama de
apuestas dentro de la afición gallística es amplia y puede incluso llegar al
desafío de si una pelea se decide o es tablas.
Antiguamente regía la ética de perder o ganar con el ejemplar elegido
desde el comienzo. En la actualidad, en
el curso de la pelea, se puede variar apostando a favor de ambos contrincantes. Como dice la canción, hay heridas que matan
y, en el caso de los gallos, ellas son parte del azar a las cuales sin ocultar
su temor, especialmente cuando lleva una apuesta gorda, se arriesga el jugador. ¡Dios libre a mi gallo de una morcillera!
reza en silencio el gallero.
Cuando ocurre,
no se le podrá aliviar, como antiguamente, chupándole la sangre porque lo
prohiben los actuales Reglamentos. La
morcillera está entre las heridas profundas, llegan hasta las venas o el
hueso. Otra es el tiro de oído que
descontrola al gallo, lo disloca y casi siempre pierde. Los tiros de cabeza, en el canto o la nuca,
son mortales, el gallo cae saltando.
Heridas nobles son, igualmente, las llamadas tiro de ala o de pulmón;
tiros de zorro, de muslos, de barro negro (en la mandíbula) y se pechuga o
corazón, irremisiblemente mortales.
¿Quién duda de
la palabra de un gallero? Nadie que sea gallero. No se conoce quien se desdiga
de una apuesta, no obstante el ambiente de confusión característico del
palenque. A pesar de las interferencias,
el mensaje es captable, siempre llega.
La persona
común y corriente tal vez enloquecería al no alcanzar a entender la algarada
frenética de las apuestas en el discurrir de la pelea, pero es cuestión de
ambientación y de costumbre. De suerte
que ese aparente caos o torre de babel de ninguna manera se prestaría para
negar o poner en dudas una apuesta del monto que sea. Allí la palabra, en medio de la emoción y la
euforia, tiene el valor de un documento registrado, sellado y protocolizado que
subraya el honor del hombre de gallos y si a alguien se le ocurre violar norma,
quedará fichado y execrado per secula seculorum.
Difícilmente un
gallero llega a sufrir agotamiento o sumernage, como dicen los franceses;
tensión o stress, término norteamericano generalizado. Si sufre agotamiento, la Gallera lo anima y
si sufre de tensión, allí mismo es el lugar ideal para liberarse de su
estado. De manera que, como nos comenta
Sambrano Ochoa, la Gallera nos resulta hasta cierto punto un medio terapéutico
por ese lado, terapia de escape. La “terapia
del grito” se le dice a la Gallera activa porque en ella el jugador se
siente con libertad de desatar sus tensiones y conflictos existenciales.
Es más
aconsejable que drenarse escribiendo cartas, máxime si ellas jamás llegan a su
destino como nunca llegó la del Coronel de la novela de García Márquez, y que
terminó salvando el gallo con una escatalógica palabra.
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