Alejandro
Vargas, autor de estos dos aguinaldos que nunca dejan de sonar por los días de
Navidad y Año Nuevo, nació en tiempo de gran crecida y su padre que era
artesano no pudo detener con su ingenio de albañil la tempestad encrespada de
las aguas; en cambio, retuvo a una mujer que le dio prolongación en la sangre y
en el canto.
El
río abrió sus fauces y casi se traga la ciudad entera. La Piedra del Medio quedó
totalmente sumergida y el Orocopiche apareció como signo de
gloria para el Mocho Hernández.
El
jefe expedicionario Santos Carrera cayó muerto y sobre su derrota se levantó la
legalidad de Crespo tan bien asimilada por los yuruarenses erguidos en columna
de guerra desde las febriles tierras del oro de Caratal y Cicapara hasta
la mera capital angostureña.
En
agosto de 1892 se metió el río y el 13 de noviembre, día de San Diego, nació el
hijo de Julia Vargas y del albañil trinitario Luis Baptista, en calle de la
Capotera donde nacieron sus otros tre hermanos muertos antes que él.
En
La
Capotera o calle Peñalver vivía la longeva y hacendosa Julia Vargas
cocinando y lavando para los constructores del dique con el cual el Gobierno
pensaba detener las periódicas embestidas del Orinoco por el lado de las
Lagunas del Medio y Los Francos. Allí,
entre el canto del manduco utilizando para estregar la ropa y el regusto del
típico condumio nació un romance entre el trinitario y la guayanesa, que dio
lugar a uno de esos raros ejemplares de la juglaría criolla. El Dean de la Catedral Monseñor Juan
Francisco Avis lo bautizó con el nombre de Alejandro porque según la cuenta de
la madre Julia Vargas fue engendrado un 26 de febrero, día de San Alejandro,
patriarca de Alejandría. Posteriormente Monseñor Antonio María Durán lo
confirmó y así el negrito del barrio La Capotera quedó libre del pecado
original.
En
agosto de 1943 cuando el Orinoco volvió
a rebasar sus fronteras, no quedó Capotera para nadie y muy cerca del Convento de San Francisco y del barrio Los
Culíes, donde los negros mezclados con los hindúes habían formado una especie
de ghetto de hermandad y solidaridad bien pigmentado, fueron a parar los
damnificados, entre ellos la familia Vargas. Ya para la fecha Luis Baptista
estaba muerto y Julia Vargas se había quedado lidiando con su muchachada hasta
la avanzada edad de 103 años.
Desde muy temprana edad
Alejandro incursionó en la pesquería, especialmente en la temporada de agosto
cuando al terminar la crecida del Orinoco, la ribazón de zapoaras, coporos y
bocachicos deparaba buen sustento. Este oficio casi natural de la gente que
vive en las adyacencias del río lo alternaba con el de pintor de brocha gorda y
cuando no con el de vendedor de frutos y chinchorros de moriche. De esas
vivencias parte su guasa “La Zapoara” compuesta en 1947, superada apenas en
trascendencia por el merengue de Francisco Carreño.
Lo
de músico nunca supo por donde le venía y con los serenateros de su tiempo
aprendió a combinar con estilo y ritmo propios los sonidos de la guitarra, aprovechando su excelente voz
de tenor que muchos llegaron a comparar con la del mexicano Mario Vargas.
Era
un autodidacta de la música, la composición y el canto. No tuvo maestros y lo
que aprendió lo debía al buen oído, a su
habilidad y constancia. Llegó a convertirse en la vedette de las
serenatas y por esa vía conoció a mucha gente importante y pudo actuar con
soltura en clubes y círculos sociales. Tan bueno cantaba que cuando se le
desfiguró la voz a causa de una lesión en la garganta, los supersticiosos y
fatalistas lo atribuyeron a un maleficio y esto para tormento suyo se lo
confirmaría después el curandero Benjamín Branche que en la ciudad era tan
famoso como Yaguarin el de La Canoa, y a donde lo llevó su hijo mayor Trino
para salir de las dudas.
El
curandero le pronosticó que el día tal a la hora cual se le desprendería la
campanilla, vale decir la úvula o galillo de la garganta, y así ocurrió: el
apéndice úvular que cuelga del velo palatino y con el cual articulaba los
sonidos se le desprendió. Lo conservó por mucho tiempo en un frasco de alcohol,
pero un mal día desapareció, se lo hurtaron al igual que su guitarra color
caoba oscura, la cual conservaba el tercero de sus cinco hijos, vale decir, Mario,
en humilde casa de la calle Carabobo.
Mario Vargas, quien ejecuta cinco instrumentos es el heredero nato de las
cualidades artísticas de su padre.
Tocaba
la guitarra y a veces el cuatro. Con ella iba a todas partes y con el resto de
voz que le quedaba continuó su vida de cantor popular rendido a la bohemia y
sin importarle el lugar y la distancia.
Por ejemplo, su popular aguinaldo “La Barca de Oro”, lo compuso a la
orilla del río lejos de la ciudad.
La Barca de Oro de Alejandro Vargas era una añeja y húmeda curiara
de las más pobres y trajinadas.
De
tanto fondear a quilla limpia sobre la arena y encallar entre los invisibles
arrecifes del Orinoco, se le había averiado el casco de tal forma que su dueño
no podía carenarla sino con retazos de enaguas y camisa vieja.
Las
curiaras indias son labradas a fuego lento controlado para navegar el río a
canalete, con palanca o a la sirga. Pero aquella pobre curiara de Alejandro
Vargas y su compinche El Catire Carvajal que vivía en
Perro Seco a la orilla del Orinoco, tenía vela como uno de esos barcos surtos
en el Puerto de Ciudad Bolívar que tanto lo impresionaba, y a bordo de ella
solían ir a los caseríos ribereños, el uno con su cuatro y el otro con su
guitarra, a “matar tigre” o, en lenguaje más práctico, a “buscar
la vida”.
Un
24 de diciembre navegaban de regreso
remontando el Orinoco a tiro de pasar Navidad en la capital bolivarense,
pero el río estaba encrespado y la curiara, debido a filtraciones, tenía que
ser achicada sin cesar.
Tras
navegar bajo intenso sol desde Puerto de Tablas y luego con la
noche haciendo más difícil la navegación, decidieron atracar en un lugar de
donde la brisa traía voces y se veían luces. Era Palmarito, a escasa
distancia de Ciudad Bolívar y a punto de Noche Buena de Navidad.
Cortado el frío con un buen trago de bucare, Alejandro
Vargas, desenfundó del impermeable su guitarra; otro tanto hizo Carvajal con su
cuatro y, al poner ambos pies en tierra, el Negro improvisó este aguinaldo que
perdura con la misma intensidad de Casta Paloma en el alma popular bolivarense:
“La
barca de oro / el timón de plata / la quilla de acero / las velas de nácar /
Hasta aquí llegamos / ya fondeó la barca / y a los pescadores / esta serenata.”
Alejandro Vargas solía recrearse
infatigablemente en sus propias melodías y le imprimía nuevo acento a las de
otros compositores que tuviesen valor popular.
Para
ello no disponía de otros recursos que su inseparable guitarra, su sensibilidad
de poeta nativista y peculiar voz de junglar. Por ello era único en ese ir y
venir por la ciudad, animando el llamado entusiasta de quienes querían tenerlo
de compañero durante la fiesta familiar, la farra de ocasión o la parranda
serenatera.
Tenía
soltura para la composición y la improvisación, especialmente cuando sentía
admiración por alguna persona o acusaba el impacto de algún acontecimiento. Fue
autor de innumerables valses, pasajes, joropos, guasas y aguinaldos de
arraigada tradición en el repertorio de comparsas y parrandas de la región.
El
vals “Margarita”, que compuso para la novia de Felipe Maita, amigo suyo, es
trozo nunca dejado de lado en los convites musicales. Igualmente el joropo
“Guacharaca”. “Elenita Morales” fue una de sus últimas composiciones.
Se trata de un vals dedicado a Elena I, reina del carnaval en 1964.
Virtualmente, los aguinaldos “Casta Paloma” y “La Barca de Oro”
son hoy por hoy las composiciones trascendentes de este insigne juglar
guayanés.
Estaba
siempre el Negro Alejandro Vargas donde
la alegría hacía falta aún cuando sus canciones algunas veces fueran tristes.
Era único con su voz y su guitarra y durante las fiestas tradicionales
resplandecía su ingenio de artista popular en las típicas comparsas de Año
Nuevo, reminiscencia india de culto a los animales como la Burriquita, el Sapo o el pájaro
Piapoco, en las que lo seguían con inquebrantable devoción Rafaela
Martínez, Chichi Arias, Emenegilda Flores, las hermanas María, Matilde y Julia
Farfán, los hermanos Pantoja, los hermanos Tabare y la Negra Pura, bailadora de
la burriquita.
Tanto
las comparsas como las parrandas recorrían la ciudad cantando aguinaldos de
casa en casa en la época decembrina, y bailando los animales o tejiendo el
sebucán.
Por
espacio de medio siglo hasta que le llegó la muerte el 16 de marzo de 1968,
estuvo Alejandro Vargas cantándole a Ciudad Bolívar, a su fauna, a su gente y a
sus valores tradicionales y culturales. Desde entonces podríamos decir que
comienza a languidecer en la ciudad angostureña la novedad del buen aguinaldo y
las comparsas. De vez en cuando como después “Corre Caballito” prende un
buen aguinaldo en la alma popular.
“Corre Caballito” es un aguinaldo introducido en los años sesenta por el
entonces Padre Constantino Maradei Donato, luego de escucharlo por primera vez
a las monjas de Caicara del Orinoco.
Alejandro
Vargas es autor de otros veinticinco
aguinaldos, entre ellos, “Conferencia” (De noche le dice / el Sol a la Luna / que
Ciudad Bolívar / Tiene una fortuna /
Todas sus mujeres / preciosas y bellas / por eso aplaudieron / todas las
estrellas); “Que Luna tan Bella” (Que Luna tan bella / está con nosotros /
se torna de plata / el ancho Orinoco / se mueven las aguas / al pasar los peces
/ vuelan las gaviotas / y luego amanece);
“Misterioso Caroni” (Hay un gran misterio / en el Caroni / Nadie se imagina / lo que pasa allí
/ que han visto una nave / en un Viernes Santo / que atraviesa el río / con
música y canto / y dice la gente / y la gente dice / que es en Caroni); “Palomita
Blanca” (Palomita Blanca / que emprendes
el vuelo / que no existía dengue / para el Año Nuevo / un milagro de oro a Dios
ofrecí / con tal que la gripe / se vaya de aquí).
Alejandro
Vargas, producto de una mezcla decantada con el tiempo del negro africano con
el amerindio, no tuvo más escuelas y disciplina que su pobreza distraída en un
medio por donde podía andar sin tropiezos gracias a su alma sensitiva de bohemio y rapsoda.
Durante
casi toda su existencia septuagenaria no pasó de estos contornos de ríos y de
selva y ya en los últimos meses de su existencia fue cuando por ese puente
mágico y eventual del extinto Quinteto Contrapunto, trascendió a
lo nacional con el aguinaldo “Casta Paloma” y “La Barca de Oro”
que más tarde terminó popularizando el conjunto
“Serenata Guayanesa”.
En
la divulgación de sus composiciones, después de su muerte, también contribuyó
el Inciba editando un Long play antológico de sus mejores piezas. El Negro
Alejandro Vargas murió estrangulado por la artritis que lentamente terminó de
apagar su voz y el rasgueo de su guitarra. Se había pasado la vida en comparsas
y parrandas, ofreciendo serenatas y “cantando aguinaldos”, pero desde el primer
percance que le malogró la voz, abrigaba sutil temor por la soledad y la
muerte:
Cuando yo muera
quién
me irá a llorar?
Sólo
las campanas
de la Catedral.
Por
eso, haciendo un esfuerzo bastidano, estuvo hasta el último momento cantando y
no sólo las campanas de la Catedral, sino también las de otras iglesias de la
ciudad, lo lloraron así como una
compacta multitud de dos mil personas cortejándolo hasta su tumba al canto de “Casta
Paloma”. Bien se recuerda el día de su nacimiento aquel de su muerte.
Sobre el ataúd, como bandera terciada, iba su guitarra. La misma recientemente
desaparecida de su casa antes de que pudiera resucitar la voz de su amo diciéndole
como el poema beckeriano: “levántate y anda”.
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