sábado, 30 de enero de 2016

EL CAFÉ ESPAÑA


En Ciudad Bolívar existió un establecimiento muy animado, humorísticamente visto como una “segunda instancia” donde casos judiciales que se trancaban y enredaban en los tribunales podían encontrar  allí su más conveniente solución.

         Ese establecimiento tan vivo y animado era el Café España de don Pedro Gascón Mir, a donde acudía desde temprano la abogacía angostureña. Entonces, entre los años que van de los cuarenta a los sesenta, el gremio de abogados carecía de sede propia, ni soñaba con una como la que se gasta ahora y encontraba en aquella casa con techumbre de tejas y puertas de bastidores, cercana a los tribunales de justicia, el lugar más apropiado para la interrelación profesional.
         El Café España, porque Gascón Mir era peninsular, empezó como una simple cafetería en donde el hombre madrugador podía, además de infusionarse, degustar un buen sándwich de jamón y queso importado. Luego, por exigencia de la misma clientela, se fue transformando en una botillería.
         Dicen que había jueces que interrumpían su trabajo para llegar hasta allí a tomarse un cafecito traducido en “dos guamazos”. Luego volvían reconfortados a decidir juicios, justos o ingratos según el derecho de cada quien. Pero, también, los había que ni pasaban cerca, magistrados severos como José Gabriel Machado y Francisco D’Enjoy.
         El hombre clave del negocio no era precisamente su dueño sino un joven de El Manteco llamado Don Hilario Díaz que allí entregó los mejores años de su existencia lidiando con aquellos especimenes de la abogacía que por lo menos le dejaron de oídas, un buen caudal de conocimiento en materia de derecho. Don Hilario regentó el Café hasta el día en que los urbanizadores resolvieron ir cambiando la ciudad vieja por otra mejor adaptada al hombre de hoy. De suerte que allí entre las calles Dalla Costa y Venezuela, en vez de aquel Café de abogados, litigantes, escribientes, comerciantes, empresarios, periodistas, locutores, se levanta hoy una moderna zapatería de las más variadas marcas industriales.
         El “Flaco” Hernán Rojas, secretario jubilado de los tribunales, recuerda, entre los asiduos visitantes del Café España, al doctor Barrios, César Bello Dalla Costa, Pastor Ollarves, César Bello D’Escriván, José Miguel (Pope)Gómez, Calazán Sifontes, José Ignacio Von Buren, Benito Alegría, Arape Garmendia, Pedro Battistini, Eduardo Villegas, Joaquín Echeverría, Carlos Evaristo Rendón, Gallo Guindao, Arístides Castro, el Coronel Piñero, Julio Paván, Jorge Inatti, Eduardo Villegas, Roberto Aveledo, Pedro Montes, Gabriel Rosa, Ernesto Bilancieri, el periodista Pedro Lira, Ismael Morales Pérez, Eurípedes Meza, Héctor Rebolledo, Juan Ramón Rodríguez, Lucio (Perico) Celli Contasti, Yacoi Berti, Fermín Bello, Domingo Evencio Pietratoni, Luis Alberto Pinto, Noel Valery, Luis Goubat, Sinar Guerra Madrid, Tomás Antonio León, Santiago Maestracci, Alfredo Hernández Pinto, Antonio López Escalona.
         Cuando el Café España cerraba sus puertas, los clientes insomnes o madrugadores se iban al negocio de Inocente Silva, o al Bar Bella Luna, del hispano Tomasito Calvari, donde las puestas de Luna, como los amaneceres, eran realmente resplandecientes y espectaculares. Luego, estos lugares de remate fueron desplazados por el célebre “Caballo Negro” de Roberto Bryant, sitio predilecto de los guayaneses descendientes de corsos como Roberto Liccioni, Kiko Battistini, Andrés Palazzi, Camilo Perfetti, Pedro Battistini Castro, Oscar Figarella, León Guevara Enet, Edgar Vallée Vallée y otros que nada tenían que ver con los  corsos como Mario Jiménez Gambús, Frank Arreaza, José Díaz, Manuel Alfredo Rodríguez y el poeta Alejandro Natera, quien sentía ojeriza por el símbolo escultórico de un whisky y le disparaba con su revólver cañón largo al igual que Benito Alegría en el Café España.
         En el Café España, cuando las partidas de dominó eran recias y había palos demás, se presentaban los intercambios de palabras fuertes que terminaban en pleitos y donde escasamente intervenía la policía. Había orden del gobernador José Barceló Vidal, de no intervenir. Un día le dijo al comandante Antonio Celli Ruiz: “cuando por riña entre abogados llamen del Café España, hágase el desentendido. ¿Qué se están matando? ¡Pues que se maten! Si hay muertos, entonces procedes”. El más belicoso, al parecer, era Benito Alegría, quien disparaba contra la botillería y luego al día siguiente se presentaba a pedir excusas y a ver cuánto tenía que pagar.
         Desaparecido el Café España y el Caballo Negro, parte de la clientela buscó refugio en el “My-Ha-My”, bar-restaurant del chinito Gond Fung, entre las calles Bolívar y Libertad, donde antes despachaban Mambrini cuando el negocio era de B. Tomassi; Erasmo Pildorín después y antes del chino, el viejo Casanova, lidiando gente como el Pope Gómez, don Félix Tomassi y Raúl Villegas.
         Hilario Díaz, muchas veces recalaba por el “My-Ha-My” como añorando sus viejos tiempos. El, a quien por poco le da un síncope cuando el Concejo Municipal autorizó la demolición del antiguo inmueble de Pedro Gascón Mir para dar paso al moderno local comercial donde ahora venden toda suerte de calzados, por supuesto, de calidad inferior a los que ofrecía don Antonio Pulido por la misma calle Venezuela, subiendo hasta la casa de los Llovera Páez que ahora la Fundación Angostura quiere convertir en sus oficinas.
         Aquí en el “My-Ha-My”, ahora de capa caída por efectos de la inflación, convergían los más fervorosos chismes, cuentos, comentarios, anécdotas, chascarrillos y verdades de la ciudad, al calor de la cerveza bien helada, el arroz chino, el rice-cooling y el filet de pargo a 22 bolívares, única parte del mundo donde en los años ochenta lo vendían a ese precio, pese a los reclamos de Víctor Bayola diciendo que era lau-lau. Y él, obviamente, sabía de eso, porque cuando prestaba servicio militar con su camarada Tito Bekles en Paraguaná, ambos manejaban la cocina del batallón. Bayola después se hizo reportero gráfico y sus colegas lo molestaban con el mote de “El hombre del lente-lento”.
         Bayola visitaba al “My-Ha-My” tres veces a la semana porque Rafaela, su esposa,  no le permitía más; en cambio, el doctor Pacífico Rodríguez, era el cliente más asiduo, seguido de Hernán (Flaco) Rojas y su hijo Héctor, de quien el sastre Víctor Ortiz decía que era “sonámbulo” porque lo veía de madrugada tocándole la puerta al chino a sabiendas de que éste cerraba y se iba temprano.
         Efectivamente, a las seis de la noche, por más lleno que estuviese el negocio, el chinito Fung decía “no hay ma’lepacho”, colocaba las cadenas, prendía su carro azul modelo 70, y se marchaba con la mujer y sus hijos. El bar-restaurant quedaba solo con los cuatro ventiladores de techo disipando los vapores del lúpulo hasta las once de la mañana del día siguiente en que desplegaba las puertas para recibir a su primer cliente.
         Su primer cliente solía ser el doctor Pacífico Rodríguez, quien vivía íngrimo  en la antigua residencia del popular Carlito Hernández en la calle Boyacá o antigua calle La Pica. Ya había tomado café en el abasto del musiú en Perro Seco, leído la prensa en el puesto de revistas de José en el Paseo Orinoco, hecho diligencias ante el juez de la causa, saludado a La Portuguesa y cobrándole los honorarios a don Edmundo Mattei, contador público y corredor de bienes inmuebles. Pacífico nunca pasaba de los 16 tercios. A las cinco de la tarde ya estaba de retirada. Volvía a ponerse en pie de guerra a las seis de la mañana cuando lo despertaba un gallo de raza que su colega Ramón Sambrano Ochoa tenía en el bufete de la misma calle Boyacá.
         El morocho Hernán Rojas, el Capitán Vasquecito, Ramón Zamora y el doctor Roberto Holnquist eran una fija en la mesa de Pacífico. Pascuzzi, lo mismo que Alcalá Mérida y el poeta Héctor Gil Linares, preferían la barra. Amílcar Fajardo gustaba estar de pie lanzándole latiguillos a Pacífico, quien se desquitaba llamándolo “pijotero”. El negro Alejandro Vargas, homólogo de su padre el autor de Casta Paloma, llegaba después de vendido el último billete de lotería y se sentaba en la barra al lado del maestro Silva (padre de Abel y del periodista José Laurencio Silva), quien parecía resolver un conflicto existencial con la bebida más antigua (la cerveza la inventaron los egipcios hace seis mil años). El maestro Silva rendía tributo a su ensimismamiento, aparentemente ajeno como niño autista a todo cuanto sucedía a su alrededor.
         Green, a quien le mataron un hermano en tiempos de las guerrillas en la masacre de Yaracuy, se arrinconaba meditabundo cerca de la fortaleza pintada al óleo sobre el muro extremo del restaurant. Perichamo, mensajero de la Gobernación, entraba y salía a cada rato anunciándose con el ruido de su motocicleta. Era entonces cuando el doctor Pacífico Rodríguez le decía que se parecía a un general de brigada.
         El periodista Ramón Aray, quien constantemente pedía la cuenta de las birras que compartía con Tomás Arreaza, ex alcalde de Borbón, preguntó en cierta ocasión a Perichamo el por qué de ese apodo de “Coquito” que tan bien le calzaba y éste explicó que doña Inés, la madre de Leopoldo Sucre Figarella, su padrino, era la responsable.

-         Pero ¿por qué?
-         ¡No me ves el tamañote!

Salía a relucir entonces la anécdota cuando la prima-dama doña Tatiana de Palazzi le preguntó al periodista Enrique Aristeguieta “quién era el tal Perichamo ése” y Enriquito le contestó: “Un señor que mide como un metro noventa”. Londoño remataba diciendo que conservaba una fotografía donde coincidencialmente bajaban en fila india por la escalera del Palacio de Gobierno: Perichamo, Zuleida Valladares, los enanitos Mayo y Mario, de último Roldán (Doble Feo), quien sostiene que es hijo de Pancho Lusinchi, tío del ex presidente de la República Jaime Lusinchi. Francisco (Pancho) Lusinchi vivió en Ciudad Bolívar y fue secretario de la Jefatura Civil (1925), siendo titular de la misma Francisco Méndez.
El Café España evidentemente que ya no existe, tampoco el negocio de Inocente Silva ni la Bella Luna. El Caballo Negro lo incendiaron el 9 de marzo de 1990 y Roberto, decepcionado compró un trailer y pasó sus últimos días al pie de un cerro en Soledad, vecino a la Quista de su paisano Alberto Minet, sembrando piña y lechosa y tertuliando con Óscar Castro, Corocoro, el pescador más viejo del Orinoco. Quedaba a duras penas el “My-Ha-My” con el chinito Fong que parecía no envejecer, sin embargo murió y nadie supo cuando ni donde porque en eso los chinos son extremadamente reservados.  Se fue un poco decepcionado porque parte de su clientela se había ausentado buscando precios más al alcance de la crisis en el Club  Gallístico, de Mariano Medina (Marianito) al lado del Cuerpo de Bomberos, de donde desapareció la gallera que vino a sustituir a la otrora del ex gobernador Toribio Muñoz en la calle Bolívar. Ahora sólo queda el remate de caballos y la venta de cerveza a precios populares, donde nunca faltaban a la hora del mediodía el “Flaco” Rojas, el capitán Juan Piña, el periodista Ramón Aray, el pintor José Martínez Barrios y el veterano locutor Agustín Blanco, hermano de la actriz de televisión Eva Blanco.


         

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