En
Ciudad Bolívar existió un establecimiento muy animado, humorísticamente visto
como una “segunda instancia” donde casos judiciales que se trancaban y
enredaban en los tribunales podían encontrar allí su más conveniente solución.
Ese establecimiento tan vivo y animado
era el Café España de don Pedro Gascón Mir, a donde acudía desde
temprano la abogacía angostureña. Entonces, entre los años que van de los
cuarenta a los sesenta, el gremio de abogados carecía de sede propia, ni soñaba
con una como la que se gasta ahora y encontraba en aquella casa con techumbre
de tejas y puertas de bastidores, cercana a los tribunales de justicia, el
lugar más apropiado para la interrelación profesional.
El Café España, porque Gascón Mir era
peninsular, empezó como una simple cafetería en donde el hombre madrugador
podía, además de infusionarse, degustar un buen sándwich de jamón y queso
importado. Luego, por exigencia de la misma clientela, se fue transformando en
una botillería.
Dicen que había jueces que interrumpían
su trabajo para llegar hasta allí a tomarse un cafecito traducido en “dos
guamazos”. Luego volvían reconfortados a decidir juicios, justos o
ingratos según el derecho de cada quien. Pero, también, los había que ni
pasaban cerca, magistrados severos como José Gabriel Machado y Francisco
D’Enjoy.
El hombre clave del negocio no era
precisamente su dueño sino un joven de El Manteco llamado Don Hilario Díaz que
allí entregó los mejores años de su existencia lidiando con aquellos
especimenes de la abogacía que por lo menos le dejaron de oídas, un buen caudal
de conocimiento en materia de derecho. Don Hilario regentó el Café hasta el día
en que los urbanizadores resolvieron ir cambiando la ciudad vieja por otra
mejor adaptada al hombre de hoy. De suerte que allí entre las calles Dalla
Costa y Venezuela, en vez de aquel Café de abogados, litigantes, escribientes,
comerciantes, empresarios, periodistas, locutores, se levanta hoy una moderna
zapatería de las más variadas marcas industriales.
El “Flaco” Hernán Rojas, secretario
jubilado de los tribunales, recuerda, entre los asiduos visitantes del Café
España, al doctor Barrios, César Bello Dalla Costa, Pastor Ollarves, César
Bello D’Escriván, José Miguel (Pope)Gómez, Calazán Sifontes, José Ignacio Von Buren,
Benito Alegría, Arape Garmendia, Pedro Battistini, Eduardo Villegas, Joaquín
Echeverría, Carlos Evaristo Rendón, Gallo Guindao, Arístides Castro, el Coronel
Piñero, Julio Paván, Jorge Inatti, Eduardo Villegas, Roberto Aveledo, Pedro
Montes, Gabriel Rosa, Ernesto Bilancieri, el periodista Pedro Lira, Ismael
Morales Pérez, Eurípedes Meza, Héctor Rebolledo, Juan Ramón Rodríguez, Lucio
(Perico) Celli Contasti, Yacoi Berti, Fermín Bello, Domingo Evencio Pietratoni,
Luis Alberto Pinto, Noel Valery, Luis Goubat, Sinar Guerra Madrid, Tomás
Antonio León, Santiago Maestracci, Alfredo Hernández Pinto, Antonio López
Escalona.
Cuando el Café España cerraba sus
puertas, los clientes insomnes o madrugadores se iban al negocio de Inocente
Silva, o al Bar Bella Luna, del hispano Tomasito Calvari, donde las puestas
de Luna, como los amaneceres, eran realmente resplandecientes y espectaculares.
Luego, estos lugares de remate fueron desplazados por el célebre “Caballo
Negro” de Roberto Bryant, sitio predilecto de los guayaneses
descendientes de corsos como Roberto Liccioni, Kiko Battistini, Andrés Palazzi,
Camilo Perfetti, Pedro Battistini Castro, Oscar Figarella, León Guevara Enet,
Edgar Vallée Vallée y otros que nada tenían que ver con los corsos como Mario Jiménez Gambús, Frank
Arreaza, José Díaz, Manuel Alfredo Rodríguez y el poeta Alejandro Natera, quien
sentía ojeriza por el símbolo escultórico de un whisky y le disparaba con su
revólver cañón largo al igual que Benito Alegría en el Café España.
En el Café España, cuando las partidas de dominó eran recias y había
palos demás, se presentaban los intercambios de palabras fuertes que terminaban
en pleitos y donde escasamente intervenía la policía. Había orden del
gobernador José Barceló Vidal, de no intervenir. Un día le dijo al comandante
Antonio Celli Ruiz: “cuando por riña entre abogados llamen del Café España, hágase el
desentendido. ¿Qué se están matando? ¡Pues que se maten! Si hay muertos,
entonces procedes”. El más belicoso, al parecer, era Benito Alegría,
quien disparaba contra la botillería y luego al día siguiente se presentaba a
pedir excusas y a ver cuánto tenía que pagar.
Desaparecido el Café España y el Caballo Negro,
parte de la clientela buscó refugio en el “My-Ha-My”, bar-restaurant del
chinito Gond Fung, entre las calles Bolívar y Libertad, donde antes despachaban
Mambrini cuando el negocio era de B. Tomassi; Erasmo Pildorín después y antes
del chino, el viejo Casanova, lidiando gente como el Pope Gómez, don Félix
Tomassi y Raúl Villegas.
Hilario Díaz, muchas veces recalaba por
el “My-Ha-My”
como añorando sus viejos tiempos. El, a quien por poco le da un síncope cuando
el Concejo Municipal autorizó la demolición del antiguo inmueble de Pedro
Gascón Mir para dar paso al moderno local comercial donde ahora venden toda
suerte de calzados, por supuesto, de calidad inferior a los que ofrecía don
Antonio Pulido por la misma calle Venezuela, subiendo hasta la casa de los
Llovera Páez que ahora la Fundación Angostura quiere convertir en sus oficinas.
Aquí en el “My-Ha-My”, ahora de capa
caída por efectos de la inflación, convergían los más fervorosos chismes,
cuentos, comentarios, anécdotas, chascarrillos y verdades de la ciudad, al
calor de la cerveza bien helada, el arroz chino, el rice-cooling y el filet de
pargo a 22 bolívares, única parte del mundo donde en los años ochenta lo
vendían a ese precio, pese a los reclamos de Víctor Bayola diciendo que era
lau-lau. Y él, obviamente, sabía de eso, porque cuando prestaba servicio
militar con su camarada Tito Bekles en Paraguaná, ambos manejaban la cocina del
batallón. Bayola después se hizo reportero gráfico y sus colegas lo molestaban
con el mote de “El hombre del lente-lento”.
Bayola visitaba al “My-Ha-My” tres veces a
la semana porque Rafaela, su esposa, no
le permitía más; en cambio, el doctor Pacífico Rodríguez, era el cliente más
asiduo, seguido de Hernán (Flaco) Rojas y su hijo Héctor, de quien el sastre
Víctor Ortiz decía que era “sonámbulo” porque lo veía de
madrugada tocándole la puerta al chino a sabiendas de que éste cerraba y se iba
temprano.
Efectivamente, a las seis de la noche,
por más lleno que estuviese el negocio, el chinito Fung decía “no
hay ma’lepacho”, colocaba las cadenas, prendía su carro azul modelo 70,
y se marchaba con la mujer y sus hijos. El bar-restaurant quedaba solo con los
cuatro ventiladores de techo disipando los vapores del lúpulo hasta las once de
la mañana del día siguiente en que desplegaba las puertas para recibir a su
primer cliente.
Su primer cliente solía ser el doctor Pacífico
Rodríguez, quien vivía íngrimo en la
antigua residencia del popular Carlito Hernández en la calle Boyacá o antigua
calle La Pica. Ya había tomado café en el abasto del musiú en Perro Seco, leído
la prensa en el puesto de revistas de José en el Paseo Orinoco, hecho
diligencias ante el juez de la causa, saludado a La Portuguesa y cobrándole los
honorarios a don Edmundo Mattei, contador público y corredor de bienes
inmuebles. Pacífico nunca pasaba de los 16 tercios. A las cinco de la tarde ya
estaba de retirada. Volvía a ponerse en pie de guerra a las seis de la mañana
cuando lo despertaba un gallo de raza que su colega Ramón Sambrano Ochoa tenía
en el bufete de la misma calle Boyacá.
El morocho Hernán Rojas, el Capitán
Vasquecito, Ramón Zamora y el doctor Roberto Holnquist eran una fija en la mesa
de Pacífico. Pascuzzi, lo mismo que Alcalá Mérida y el poeta Héctor Gil
Linares, preferían la barra. Amílcar Fajardo gustaba estar de pie lanzándole
latiguillos a Pacífico, quien se desquitaba llamándolo “pijotero”. El negro
Alejandro Vargas, homólogo de su padre el autor de Casta Paloma, llegaba
después de vendido el último billete de lotería y se sentaba en la barra al
lado del maestro Silva (padre de Abel y del periodista José Laurencio Silva),
quien parecía resolver un conflicto existencial con la bebida más antigua (la
cerveza la inventaron los egipcios hace seis mil años). El maestro Silva rendía
tributo a su ensimismamiento, aparentemente ajeno como niño autista a todo
cuanto sucedía a su alrededor.
Green, a quien le mataron un hermano en
tiempos de las guerrillas en la masacre de Yaracuy, se arrinconaba meditabundo
cerca de la fortaleza pintada al óleo sobre el muro extremo del restaurant.
Perichamo, mensajero de la Gobernación, entraba y salía a cada rato
anunciándose con el ruido de su motocicleta. Era entonces cuando el doctor
Pacífico Rodríguez le decía que se parecía a un general de brigada.
El periodista Ramón Aray, quien
constantemente pedía la cuenta de las birras que compartía con Tomás Arreaza,
ex alcalde de Borbón, preguntó en cierta ocasión a Perichamo el por qué de ese
apodo de “Coquito” que tan bien le calzaba y éste explicó que doña Inés,
la madre de Leopoldo Sucre Figarella, su padrino, era la responsable.
-
Pero ¿por qué?
-
¡No me ves el
tamañote!
Salía a relucir entonces la
anécdota cuando la prima-dama doña Tatiana de Palazzi le preguntó al periodista
Enrique Aristeguieta “quién era el tal Perichamo ése” y
Enriquito le contestó: “Un señor que mide como un metro noventa”.
Londoño remataba diciendo que conservaba una fotografía donde
coincidencialmente bajaban en fila india por la escalera del Palacio de
Gobierno: Perichamo, Zuleida Valladares, los enanitos Mayo y Mario, de último
Roldán (Doble Feo), quien sostiene que es hijo de Pancho Lusinchi, tío
del ex presidente de la República Jaime Lusinchi. Francisco (Pancho) Lusinchi
vivió en Ciudad Bolívar y fue secretario de la Jefatura Civil (1925), siendo
titular de la misma Francisco Méndez.
El Café España evidentemente que ya no existe, tampoco el negocio de Inocente Silva
ni la Bella Luna. El Caballo Negro lo incendiaron el 9
de marzo de 1990 y Roberto, decepcionado compró un trailer y pasó sus últimos
días al pie de un cerro en Soledad, vecino a la Quista de su paisano Alberto
Minet, sembrando piña y lechosa y tertuliando con Óscar Castro, Corocoro,
el pescador más viejo del Orinoco. Quedaba a duras penas el “My-Ha-My”
con el chinito Fong que parecía no envejecer, sin embargo murió y nadie supo
cuando ni donde porque en eso los chinos son extremadamente reservados. Se fue un poco decepcionado porque parte de
su clientela se había ausentado buscando precios más al alcance de la crisis en
el Club Gallístico, de Mariano Medina
(Marianito) al lado del Cuerpo de Bomberos, de donde desapareció la gallera que
vino a sustituir a la otrora del ex gobernador Toribio Muñoz en la calle
Bolívar. Ahora sólo queda el remate de caballos y la venta de cerveza a precios
populares, donde nunca faltaban a la hora del mediodía el “Flaco” Rojas, el
capitán Juan Piña, el periodista Ramón Aray, el pintor José Martínez Barrios y
el veterano locutor Agustín Blanco, hermano de la actriz de televisión Eva
Blanco.
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