La Natividad es una fiesta que es de
siempre y su suerte de eternidad se la
imprime su bello y hermoso simbolismo. Imposible concebir, de la conciencia
universal, el desarraigo de esta fiesta aniversaria del nacimiento de Jesús,
toda vez que la misma simboliza también el nacimiento de la comunidad
cristiana. Sin embargo, hay en la vida de los pueblos tradiciones y costumbres
que se pierden o sufren cambios. La
Fiesta de la Natividad en Guayana es una de ellas.
En torno a esta fiesta de Navidad han
surgido a través de los tiempos diversidad de costumbres y tradiciones
alrededor de su símbolo central el Arbolito o el Pesebre y de una voluminosa
figura animada y señorial, de luengas barbas blancas, vestida de púrpura y
armiño, plenamente identificada con los niños y que se dobla bajo un inmenso
costal.
En los pueblos latinos los cristianos
católicos dan primacía simbólica al Nacimiento o Pesebre que la sociedad
industrial, tan adicta al snobismo y a las cosas fatuas, ha venido exitosamente
reemplazando con el Arbolito o Pino de la Navidad que se complementa muy bien
en los países fríos con la figura de San Nicolás o Santa Claus.
Siendo la
capital de la Provincia de Guayana un pueblo de hechura latina, difícilmente
podía escapar al simbolismo católico de la escenificación del Nacimiento en el
solsticio de invierno ni de otras costumbres y tradiciones de origen
hispano. Pero a medida que el proceso
colonizador se fue despejando y se hizo
más activa la autodeterminación, el pueblo
le imprimió características de su propia idiosincrasia a los valores
culturales tradicionales y se hizo más sensible o abierto a otros valores
foráneos.
Ello explica cómo ahora en Ciudad Bolívar
la primacía del Nacimiento o Pesebre ha sido desplazada por el Arbolito, y la
llegada de los generosos Reyes Magos por la figura única de San Nicolás y de la
misma forma, costumbres y tradiciones se han diluido en la transición de una
sociedad a otra o simplemente han sufrido variaciones impuestas por los nuevos modelos de vida de
la sociedad industrial contemporánea.
El Belén,
Nacimiento o Pesebre era toda una escenificación tradicional, pero en cada
iglesia, en cada hogar o plaza, con las inventivas propias de quienes lo
asumían. Cuando se acercaba la
Nochebuena, los bolivarenses iban a los Morichales o más allá a cortar
ramas y malojos, a recoger la arena y las piedritas para unirlos luego a las
pequeñas imágenes de la sagrada familia, pastores, Reyes Magos, animales del
pesebre y otros recursos con los cuales en sitio accesible y visiblemente
apropiado trataban de reconstruir el paisaje donde nació Jesús.
El Nacimiento principal era el de la
Catedral del cual se ocupaban miembros de la legión de María. Ante él se cantaban de madrugada los
villancicos y en el hogar y sitios profanos los parranderos o conjuntos
familiares improvisaban aguinaldos, de los cuales muchos trascendieron como
"La Casta Paloma" del juglar Alejandro Vargas.
En la actualidad el aguinaldo ha sido
prácticamente aplastado por el auge de la gaita zuliana, a la cual la radio y
la televisión como la discomanía le han dado pábulo dentro de una desbordada
euforia que ha colocado a la Iglesia católica en el dilema de resistirla o
tolerarla dentro del templo al igual que con el tiempo ha venido dando cabida al aguinaldo profano
al lado del villancico.
Lo cierto es
que trovadores y parrandas tradicionales de aguinaldos no se ven como se vieron
hasta la mitad del presente siglo por las calles altas y bajas de la ciudad orinoquense. Asimismo ha perdido
devoción y fuerza la costumbre de levantarse de madrugada para ir a misa de
cuatro entre el 16 y 25 de diciembre; a la misa dedicada a gremios e
instituciones, lo cual era todo un acontecimiento tejido de la más pura y
desbordada alegría.
La población citadina vibraba al ritmo de
las parrandas y, bajo el atronador despertador de cohetes y patinadores
deslizándose cuesta abajo del peñón angostureño, iba a la misa de cuatro y
luego la juventud se sumaba a las parrandas para contagiarse con los viejos y
nuevos aguinaldos de Alejandro Vargas, Bambalá,
Agapito Blanco, el viejo Tomedes y tantos otros largo de mencionar.
Pero de todas las misas aguinalderas que
van del 16 de diciembre hasta la del Gallo o nochebuena del 24, la más animada
solía ser la de los Caleteros, obreros de ancheta que trabajaban noche y día
cargando o descargando barcos de la Real Holandesa o de la Venezolana de
Navegación atracados en riberas y muelles de la ciudad.
Los caleteros, hombres sudorosos,
descamisados, de pantalones
arremangados - así se veían en muelles y
riberas - formaban como una clase aparte, pero eran los que
mejor sabor popular daban a la misa, la cual no se oficiaba en la Catedral sino
en la Iglesia Santa Ana que reventaba de
pueblo hasta el puerto de las chalanas.
Los marinos de los barcos pequeños hacían
sonar sus guaruras y en los barcos de mayor calado resonaban los pitos de
vapor. Repicaban las campanas, tronaba
la cohetería, estallaban sin cesar tumbarranchos, triquitraques, saltapericos y
la noche parecía florecer con intensa luz de bengalas desde la calle El Poder hasta el Mercado
Municipal de Castillito.
Esta misa de los caleteros era generalmente
la penúltima de la Natividad y terminaba
en suerte de competencia imponiándose a las demás por su contagioso
derroche de entusiasmo y cohetería.
Los preparativos para la fiesta de Navidad
y Año Nuevo comenzaban, como ahora, antes de diciembre y su animación se fue
acrecentando con los programas navideños de las emisoras a partir de la década
del cuarenta. En los cuarenta todavía muy poco conocía el
bolivarense los símbolos anglosajones de la Navidad. Estos penetraron por la
brecha de la explotación del petróleo y del hierro. Prevalecía bajo todo su esplendor religioso
el símbolo sanfranciscano del Nacimiento y los parranderos iban de pesebre en
pesebre cantando los aguinaldos del año y cada familia agradecida
retribuía la visita con Amorcito o Ron ponsigué preparado en
casa o la propia hallaca acompañada del exquisito jamón Ferry importado.
El Jamón Ferry, a bordo de los barcos de la
Real Holandesa, llegaban en grandes cantidades listos para ser preparados en
ollas especiales, con papelón y piña, planchados y aromados con clavos de
especia. Los miembros más solícitos de
la familia guayanesa hacían coro en función de los preparativos navideños y en
la ciudad había madamas especializadas en el arte de cocinar y poner en su
punto a ese pernil curado e insaculado venido de ultramar. Popular era la Negra Berta, cocinera de la
maestra Nieves Martínez, muy solicitada por las familias angostureñas porque
realmente era una experta en el arte de hacer de la pierna de jamón importado
un exquisito condumio de pascua y año nuevo.
No todo era
importado. También en casa se preparaban
bebidas típicas y agradables como el "Amorcito", especie de
cóctel con poco ron, jugo, granadina, jarabe de goma, almendras y otros
ingredientes que degustaban con fricción muchachas y señoras al igual que el
ponche crema o leche de burra, mientras que el roncito con ponsigué curtido en
garrafas, era la delicia de los hombres que venían del campo.
La hallaca, el plato mestizo por excelencia
de la Navidad y el que mejor sintetiza la cultura hispanoindia, era objeto de
un bellísimo ritual que comprometía a casi todos los miembros del núcleo
familiar en la tarea de ir al mercado, escoger los frutos, sancochar el maíz
dos días antes, molerlo, amasarlo con onoto y manteca de cochino, formar las
bolitas, preparar las hojas de plátano, seleccionar las que eran de tender y
las de envolver, preparar el guiso, las rodajas de huevo, las aceitunas y
alcaparras que cada quien iba por turno colocando sobre la masa tendida hasta
quedar confeccionada la hallaca. Luego
venía la cocción, el degustar y el intercambio entre vecinos y amistades en una
sutil suerte de competencia para discutir al final, entre gustos y maneras,
cuál y de quién la mejor.
Parte de esa gran magia de la Navidad era
el rapto del Niño Jesús que en la nochebuena
de Pascua la familia colocaba en el pesebre.
Entre el 25 de diciembre y el día primero
del Nuevo Año, un día cualquiera, desaparecía del Nacimiento la representación
del Niño y la gente de la casa, al darse cuenta, continuaba el juego tratando
de dar con la supuesta familia autora del ingenuo rapto. Al fin, alguien daba la pista con cierto dejo
de complicidad, pero aquello no era más que un pretexto para provocar ruidosas
visitas a la familia raptora y poner la gran fiesta. De esta gracia tan pintoresca de la Navidad
bolivarense muy poca gente se recuerda, como tampoco del Amorcito, del familiar
ritual de las hallacas, del Belén ni de la fabulosa misa de cuatro de los
caleteros. Lo más puro y telúrico de la
Navidad nuestra se ha perdido. Estamos
hoy en otra Navidad porque aquella de nuestros abuelos se ha ido y ya no
vuelve. De todas maneras, Navidad es Navidad.
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